Anécdotas del viento

Rosa

La tarde transcurría lentamente en la mansión de Birdglad. Rafael, un joven alto y de hombros anchos, observaba por la ventana del gran salón hacia los límites del bosque. Los rayos dorados del sol atravesaban las copas de los pinos, jugando con su castaño cabello que cosquilleaba su cuello. Hacía días que no daba sus acostumbrados paseos por los jardines, pero aquella tarde, impulsado por una fuerza que no sabía explicar, salió a los jardines traseros, llenándose del aroma floral que embriagaba el aire. Miró el bosque que se alzaba imponente a solo unos metros de él; nunca había sobrepasado aquellos límites, pero en ese momento, sin darse cuenta, comenzó a caminar hacia la frondosa masa verde. Esquivó ramas, saltó raíces y avanzó hasta encontrarse frente a un gran arbusto que formaba una pared, ocultando tras él un misterio que ansiaba descubrir.

Cruzó el arco de dos metros que daba acceso a lo que parecía un laberinto. Dentro, se encontró con dos caminos: uno de pura tierra y otro de baldosas de roca pulida. Por un instante pensó en regresar, pero el impulso de saber a dónde conducían aquellos senderos fue más fuerte. En ningún momento se desvió del camino de piedra; giro tras giro, sus pasos se volvían más rápidos, resonando en el vacío del laberinto. El último giro a la derecha lo llevó a su destino: el centro del jardín. Sus ojos, abiertos con asombro, recorrieron el lugar. Rosas de todos los colores brillaban en lo que parecía un jardín secreto. El sendero de piedra se perdía entre los pasillos florales, y le tomó un tiempo darse cuenta de que no estaba solo.

Escudriñó el jardín con la mirada y, entre las rosas, en una blanquecina banca de mármol, vio a una joven de cabellos rojos, los cuales el viento desordenaba sin que ella hiciera nada por impedirlo. Su vestido blanco contrastaba con los colores vibrantes del lugar, y parecía absorta en la contemplación de las flores que la rodeaban. Las rosas, como si la reconocieran, parecían inclinarse hacia ella con un respeto casi reverencial. Rafael, temeroso de espantar a aquella enigmática criatura, intentó acercarse con cautela, pero al dar el primer paso, la joven salió corriendo. Extrañado por su reacción y con la curiosidad latiendo en su pecho, se hizo una promesa: volvería a verla.

A la mañana siguiente, regresó al jardín secreto, donde la encontró nuevamente. Poco a poco, pudo observar con más detalle su rostro: su piel clara, de un aspecto aterciopelado, enmarcada por sus rojizos mechones; sus pómulos adornados con un rubor tenue, como el de una rosa recién florecida; sus labios rojos, semejantes a gotas de sangre, y, sobre todo, sus ojos. Esos ojos que, al abrirse frente a él, le revelaron el más maravilloso de los espectáculos: contenían en su iris los colores de un arcoíris.

Esta vez, la joven no huyó. Le regaló una tímida sonrisa. El sol de la tarde parecía no tocarla; irradiaba un aura de otro mundo, tan hermosa que dolía verla, tan frágil que temía tocarla. No intercambiaron palabras ese día. Solo se observaron, explorando con la mirada los rasgos del otro, buscándose y esquivándose en un juego silencioso. Cuando el crepúsculo cayó y las estrellas comenzaron a brillar, la joven se levantó sin previo aviso y se marchó. Rafael intentó seguirla, pero al llegar al pasillo de salida, ella ya había desaparecido.

Desde aquel día, regresó sin falta al jardín. La contemplaba moverse entre las rosas con la gracia de un ángel floral. Cada mañana, ella vestía de un color distinto: rosa, naranja, blanco, como si se envolviera en los tonos de las flores. Con el paso de los días, la distancia entre ellos se redujo; comenzaron a hablar, a conocerse. Rafael le contaba sus días, sus sueños, sus miedos, y ella lo escuchaba en silencio. Sin darse cuenta, comenzó a verla también en sus sueños. Su presencia se colaba en su mente cada vez que cerraba los ojos, y no le molestaba.

La última tarde de verano, Rafael, ya consciente de los planes de su padre para encontrarle esposa a través de un baile en la mansión, invitó a la joven a la celebración. Ella aceptó y le prometió estar presente.

El día del baile llegó rápidamente. Rafael, enfundado en un traje negro, recibía a los invitados junto a su anciano padre, un hombre de cabellos canosos que intentaba ocultar su prominente vientre con su elegante vestimenta. Las doncellas, envueltas en vistosos vestidos pastel, desfilaban ante ellos, haciendo reverencias. El baile comenzó, y aunque Rafael danzó con varias jóvenes, su mente solo estaba en una. Temía que ella no asistiera, que lo hubiera olvidado… pero se equivocó.

Cuando la noche cayó, la vio llegar. La entrada pareció iluminarse, la música titubeó un instante, y todas las miradas se posaron en ella. La joven avanzó con la gracia de una visión celestial, vestida con un largo vestido rojo que la hacía parecer una rosa recién cortada. El silencio se apoderó del salón. Rafael, con una sonrisa incontenible, la recibió y la llevó al centro de la pista. La música volvió a sonar. Los violines y violonchelos obedecieron al director mientras él la tomaba entre sus brazos, reclamándola como suya. Ella cedió a sus suaves caricias y se dejó guiar en la danza. Sus pasos inexpertos fueron dirigidos con paciencia, deslizándose por el lustroso suelo con ligereza. Rafael supo entonces que ella debía ser su esposa. No había nadie más perfecta para él.

Nadie en la sala apartaba la vista de la pareja, absortos en la armonía de sus movimientos. Pero nadie notó que, con cada paso de la joven, su destino quedaba sellado. Sus pies apenas tocaban el suelo y, desde las sombras, enredaderas cubiertas de espinas comenzaron a surgir. Subieron por las paredes, se deslizaron por el piso y, en cuestión de segundos, apresaron a los invitados, envolviéndolos en jaulas de espinos de las que florecieron rosas de todos los colores. Nadie gritó. Ella era una droga… una visión imposible de resistir. Cuando las enredaderas alcanzaron a la orquesta y la música se detuvo, el hechizo se rompió.



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Editado: 11.04.2022

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