La melodía dulce e hipnotizante de la flauta de pan penetra en mi habitación por las rendijas de la puerta, por las grietas de las ventanas rajadas por el tiempo, incluso por el techo. La música traspasa todo límite e invade por completo mi solitaria alcoba. Lentamente, el ritmo se filtra en mi cuerpo, invadiendo mi sistema, recorriendo mi sangre e infectándola, llenándola de un calor vigorizante y atrayente.
Mis músculos se tensan con cada nueva nota que llega a mis oídos. Abro los ojos, sintiendo mis dedos seguir el ritmo de la tonada bajo mis sábanas. Todo está en penumbra, ni una mosca se mueve, pero escucho la música. Por un instante creo que es un sueño, pero luego unos tambores se unen, y mi sangre hierve por seguirlos. Cada fibra de mi ser me pide a gritos ponerme de pie, bailar, dejarme llevar por lo que siento. La música entra como una droga, llenándome de alegría, curiosidad, valentía. Me siento poderoso. Me siento como Dios.
Inquieto, como una gota de aceite ante las brasas del fogón, me levanto, enredándome con los tentáculos que forman mis mantas en mis piernas, como si sus ruegos fueran que no me moviese, que me vuelva a dormir. Pero no hago caso. Mi cerebro sabe lo que quiere. Quiere bailar. Quiere seguir la música.
El volumen aumenta mientras me visto a oscuras. No soy consciente ni de lo que me pongo; mis manos cogen lo primero que tocan, lo reconocen en la oscuridad y rápidamente me lo pongo. Me pregunto de qué será la fiesta. Quizá sea un evento familiar, uno que solo podré ver de lejos, añorando el ritmo que embelesa mis sentidos.
Uno, dos, tres… Bajo los escalones de piedra y lodo que hace largos años construí con mi padre. Ahora él duerme tranquilamente en su habitación, al fondo de la estancia. Cruzo el patio húmedo, bañado de rocío. El viento sacude las ramas del limonero familiar, que me susurra cosas que no entiendo. La casa de adobe, silenciosa como una tumba, observa mis pasos perdidos en busca de la salida.
Fuerzo la aldaba de la puerta, que se abre de par en par sin oponer resistencia. El frío viento de la madrugada me devuelve por un momento a la realidad. Me enfrento a la oscuridad de los caminos sinuosos que se pierden más allá del cementerio del poblado. Siento miedo, y el llanto nace en mi pecho como un torrente de agua fría que amenaza con partir mis huesos. El cielo serrano, lleno de estrellas, se alza orgulloso e imponente sobre las montañas.
Pienso en volver y ocultarme, como un niño pequeño ante los monstruos de su imaginación, pero una nueva nota se une a la canción y todo mi miedo desaparece. Antes de salir de la seguridad de mi hogar, la voz de mi abuela llena mi mente, como el susurro de un corazón agonizante que implora por un suspiro más.
—No escuches. Regresa. Cierra las puertas.
La voz retumba en mis oídos hasta perderse nuevamente en el sonido de la flauta y el tambor, que ahora siguen un ritmo más rápido. Mis piernas se sacuden al compás, mi fiebre aumenta, y me lanzo a la oscuridad.
Escucho mis botas romper el silencio de la noche al pisar las diminutas piedras del camino. Me abro paso entre campos y malezas. Algo extraño pasa esta noche. Los búhos no ululan, y los perros, en lugar de cuidar sus casas, se esconden ante mi paso.
—Siglos esperando…
Una voz. Conforme me acerco a la música, puedo oír la voz más hermosa que alguna vez escuché. Su eco reverbera en las montañas y acelera mi corazón. Hace mucho que dejé el camino; ahora me muevo entre campos y malezas, subiendo por laderas y adentrándome en pequeños bosquecillos. Veo humo subir detrás de una montaña y el color dorado brillar en la roca. Mi corazón late cada vez más rápido. De pronto, me doy cuenta de que estoy cantando junto a la voz. De alguna manera, me sé la canción.
—Nos despertamos y va a comenzar… nuestro reinado…
El viento se arremolina a mis pies cuando llego a la cima de la ladera. Mis jadeos rompen la dulce melodía por momentos. Trato de ver más allá de la penumbra y, al fondo, como un pequeño claro nacido de la nada, distingo una fogata que arde, avivada por la brisa de la madrugada. Una figura delgada y de largos cabellos la cruza dando giros y saltos como un pequeño venado.
De pronto, se detiene y gira hacia mí. Sus ojos azules, como zafiros, se clavan en los míos, oscuros y comunes. Sigue cantando mientras extiende su mano. Sin darme tiempo a reaccionar, mis piernas ya se arrastran hacia la criatura, que menea su figura como guiada por el viento. Está descalza, y su vestido, sudado a causa de sus saltos. Me toma entre sus manos como si acunara a un niño. Ella canta, y yo la sigo. Me uno a su baile eterno alrededor de la fogata. La música sigue, aunque estoy seguro de que solo los dos estamos en el claro.
El fuego de la fogata calienta mi piel. Mi sudor recorre mi cuerpo, y la madera crepita, haciendo crecer más las llamas.
—Yo me entrego… solo a ti… voluntariamente a ti…
Sigo la canción. Su rostro pasa de la claridad a la oscuridad tan rápido como las corrientes de un río. Es como tener un ángel debatiéndose entre el cielo y el infierno a cada paso que da. Seguimos girando y, entre nuestros giros, logro distinguir más figuras al fondo. Finalmente, me doy cuenta de que estoy rodeado.
Estoy en un círculo de hombres cuyas cabezas son semejantes a las de los cuervos. Sus grandes picos negros están resquebrajados por partes. El resto de sus cuerpos es humano: torsos de hombres y mujeres que tocan los instrumentos de manera celestial.