Anécdotas del viento

¿Por qué los lobos aúllan a la luna?

Recuerdo aún la vocecita de mi hermano, mirándome con sus pequeños ojos azules, llenos de curiosidad y con toda la inocencia que un niño de siete años puede tener. Él era muy curioso y bastante listo.

Esa noche, nuestros padres habían salido por trabajo y me habían dejado a cargo de él. Para mala suerte, esa noche había tormenta, y las pesadas gotas de lluvia golpeaban el techo como si buscaran silenciar a la humanidad. A causa de esto, la luz de todo el condado se esfumó, sumiéndonos en las penumbras como en un preapocalipsis. Mi hermanito apretó mi brazo con fuerza, casi haciéndome daño. No me quejé, pues entendía lo que era temer a la oscuridad.

Pasé mi mano libre por su cabello, sin olvidar la pregunta previa que me había hecho. Juntos caminamos como dos ciegos hasta la puerta trasera de la casa, donde había un viejo pórtico que, hasta hace un año, solíamos usar con nuestra abuela. Caminé al viejo sillón mostaza, impregnado con olor a naftalina, donde ella nos contaba miles de historias que nunca fui capaz de encontrar en un cuento. Aún creo que mi abuela hubiera sido una gran escritora.

Acomodé a mi hermano sobre mi regazo y, con mis brazos, lo rodeé, dándole calor. Señalé el cielo, cargado de enormes nubes negras, donde, en el medio, una rebelde y redonda luna no se dejaba vencer y seguía brillando. El sonido lejano de los lobos fue traído a nuestros oídos por el viento.

—Es bonita, ¿no? —pregunté con voz suave.

Él secó sus lágrimas de miedo y asintió, con el pecho vibrando suave por la risa.

—Ella, la luna, es una diosa. Muy hermosa y amable, pero solitaria.

Él me escuchaba con atención y sus ojitos se abrieron aún más al escucharme decir aquello. Casi podía jurar ver todas las preguntas y dudas acerca de lo que le decía. Levanté mi mano, haciéndolo callar, y continué.

Cuenta la historia que, hace miles de años, la diosa lunar surcaba el cielo, ondeando su vestido de seda plateado, que enmarcaba su figura esbelta y su rostro angelical. Su largo cabello blanco resaltaba sus negros ojos, llenos de amabilidad.

Ella, desde hacía mucho, veía a los demás dioses vivir acompañados. El viento iba de la mano con su música, el mar con su canción, pero ella… ella siempre estaba sola, observando el mundo, viendo a los amantes disfrutar de la compañía del otro.

Dentro de ella, añoraba encontrar a alguien que la mirara con tanto anhelo como aquellas parejas que veía. Así fue como, una noche de luna llena, la diosa bajó de su puesto y recorrió los caminos terrestres en busca de aquel que le brindara lo que ella quería.

Caminó por ciudades y pueblos, deteniéndose frente a cada cosa que le llamara la atención. La Tierra era muy interesante, y los humanos, criaturas bastante extrañas que la invitaban a mirarlos más. Así fue como, al estar distraída, no se percató de la mirada de un joven que, prendado de su belleza, la venía siguiendo varias calles atrás.

El joven, apuesto y de cabellera castaña, admiraba a la diosa con anhelo. Encandilado por su belleza, temía ser rechazado por una criatura tan hermosa, pero su corazón le exigía hablarle. Así fue como, juntando todo su valor, se acercó a la dama y presentó sus saludos, besando el dorso de su mano. Las mejillas de la diosa brillaron en dorado ante la osadía del joven. Ella, al igual que él, había quedado encandilada por aquel caballero de la sonrisa estelar.

Así, cada noche, a pesar de no estar la luna en el cielo, la diosa bajaba a la Tierra, donde el joven la esperaba para disfrutar una noche más de su compañía.

Los días en que disfrutaron aquel fugaz amor fueron los más perfectos que ambos amantes pudieron pedir. Mas la desgracia, siempre al acecho, se encargaría de ponerle fin a todo.

Los demás dioses habían observado con atención a la Luna y no aprobaban su actitud de relacionarse a tal punto con una criatura inferior a ellos, con un humano. Por eso, una noche, antes de que la Luna bajara a la Tierra, los demás dioses se cruzaron en su camino y, poniendo delante de ella al Sol, le prohibieron volver a bajar.

Ella, terca e irritada por aquella prohibición, se negó a aceptarlo. No pensaba renunciar a la persona que, en casi un milenio, le había dado tanta alegría. El Sol, furioso por sus palabras, usó sus poderes contra la diosa y la ató al cielo, usando estrellas como cadenas.

—Serás condenada a brillar en el cielo terrestre solo pocos días al mes y tendrás la oportunidad de bajar a la Tierra solo una vez cada cien años —dijo la potente voz del Sol—, y todo aquel que tenga el valor de amarte caminará en cuatro patas hasta el fin de sus días.

La diosa lloró e imploró. No quería una desgracia para el buen hombre que albergaba en su corazón. Pedía tener la condena solo para sí, pero sus ruegos no fueron escuchados, y pronto, una vez más, quedó sola, atada al cielo, observando con anhelo la Tierra, donde veía a su joven de linda sonrisa buscarla.

Los días pactados llegaron y, en el cielo terrestre, volvió a aparecer. Con gran congoja, buscó al joven que amaba y lo pudo encontrar. Se acercó lo más que pudo al punto más alto de una montaña y ahí lo esperó.

El joven, que había pasado sus días buscándola, al verla nuevamente, no dudó ni un segundo en subir a verla. No entendía por qué ella no bajaba. Quizá estuviera enferma o quizá quería el mundo solo para los dos.



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Editado: 11.04.2022

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