Anécdotas del viento

Manos

Escribo, pienso, borro; no sé a dónde quiero ir y no sé en qué terminaré. Quizá esta hoja se llene de palabrería, pero solo dejo todo fluir; no tengo más que hacer. La oscuridad me rodea y el alma duele, mis manos se mueven inquietas en mi regazo, pidiendo, suplicando, arañando, quieren destruir, quieren golpear, pero no, debo controlarlas, ellas hacen daño y preferiría no tenerlas. Hace diez años moría por unas manos, rogaba e imploraba, pero es obvio que nadie me escuchaba, caminé de rodillas hasta que finalmente se me concedió, unas manos, fuertes y grandes que podían cargar todo, que podían crear todo. Era como tener las manos de Dios, poderosas, firmes, fuertes y sin imperfecciones, manos blancas y suaves cual piel de recién nacido. Ay, pobre de mi alma que amaba a esas manos, pobre de mi amada que pagó todo el precio. Aquella noche, esa maldita noche de abril… tuve que beber, tuve que enojarme y ella amorosa tuvo que esperarme, mis manos ya no eran mías, ahora tenían un tinte diferente, otra mente los manejaba, la de algún desconocido, ellas desgarraban y golpeaban, rompían y apretaban; oí los huesos sentí el líquido sanguinolento, pero no me detuve, mis ojos huían a lo que sucedía no tenían la valentía de ver la escena, pero, a pesar de ello mis manos no se detuvieron.

Doce hombres fueron necesarios para detenerlas de su carnicería, cuando ya solo quedaban desgarros de lo que algún día fuera mi vida. Ojos furiosos y dedos acusadores llovieron sobre mi cabeza, sin preguntar siquiera mi versión de toda esa pena, juzgado sin remedio fui enviado a una celda, a podrirme con las ratas, a vender mi alma a la tierra. No saldría nunca de aquel pozo negro, pero las causantes de toda mi desgracia habían sido también mi más grande sueño. Furioso las miro y las golpeo, quiero que sientan el dolor que yo siento, tiemblan con los golpes, pero no se abren heridas, siguen siendo perfectas mientras yo agonizo. Quiero morir, si tan solo la gente supiera, que esas manos no son mías, son las que me obsequió el hombre que usaba gabardina, al cual conocí una tarde en la esquina del cementerio y ofreció darme mi más grande sueño a cambio de un módico precio, almas, dijo él; almas, dije yo, nada malo pasaría, eso creía en mi estupor, mis manos vi crecer y al hombre desaparecer, ahora solo veo como ellas se vuelven contra mi… buscan almas… buscan su paga, pero la única alma de este lugar es la mía que intenta escapar. Siento estas apretarse a mi cuello y su voz por última vez.

“Nunca debiste escucharlo”




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