Ángel

3

Él me dedicó una sonrisa al mismo tiempo que observaba los monitores como si se familiarizara con la situación. Solo entonces me miró.

—Mi paciente aún no llega así que no puedes irte.

Contuve el aliento por un instante y pestañé en varias ocasiones. Era ¿el pediatra?

—No es gracioso.

—Tienes que admitir que sí. Conozco muchas historias y en ninguna piden que las saquen de aquí. Hay improperios, le piden el divorcio al esposo, gritos y todo lo que te puedas imaginar, pero todas las mujeres que están dando a luz entienden que en medio del parto no pueden sal...

—¿Se burla de mí?

—Te propongo algo. En el instante que termine de atender a mi paciente te llevo a comer algo.

Me pregunté si había entrado a otra dimensión o si alguien saldría a decirme que sonriera a la cámara escondida, aunque eso quedó en el olvido ante la siguiente contracción. El doctor me tomó de la mano y dijo:

—Eres una mujer fuerte, pronto verás a tu bebé.

Negué en repetidas ocasiones.

—No me siento fuerte.

Sentí cómo me sujetó con firmeza con la siguiente contracción. No sabía cómo, pero su concentración estaba fija en mí, y a la vez estaba pendiente de todos los monitores.

—Eso es, lo estás haciendo bien. —Se giró y le dijo a la enfermera—: Llama al quirófano y pregunta si le pueden retirar la oxitocina.

La enfermera, con la bata de dulces, agarró el teléfono que estaba junto a la puerta de la habitación mientras su compañera permanecía a mis pies en la espera de la llegada del bebé. Al parecer de quirófano dieron la orden, pues la enfermera se acercó a mí y retiró el medicamento del suero.

—Puedo pedir que te acompañen. Dime a quién llamar.

—No hay nadie.

El pediatra continuó con la mirada fija en el monitor y me percaté de que en el mismo momento en que las contracciones se reducían, él asentía complacido.

—¿Mejor?

Asentí con vehemencia. Al menos ya podía tomar una bocanada de aire tras cada contracción. Si bien me sujeté del barandal cuando llegó una nueva, aunque, sin querer, me encontré con la mano del doctor y me aferré a él. Sabía que estaba mal, pero solo sería un segundo… uno solo.

Cuando cedió, nuestras miradas se encontraron y por primera vez me fijé en esos ojos de color ámbar translúcido. Un contraste muy grande con su cabello tan negro como el azabache. Algo debía de andar mal en mí porque no era el momento de fijarse en la apariencia de un hombre mucho menos del doctor que atendía tu parto.

—Puja, puja. ¡Así! Eres fuerte.

Esa seguridad de que yo podría hacerlo me dio la fuerza espiritual que necesitaba, pero en lo físico no era igual. La inflamación en mis piernas no me permitía sujetarlas como era debido y esa debía ser la razón por lo que mi esfuerzo no rendía fruto. Gemí y sollocé. Negué en repetidas ocasiones y mis piernas cayeron en la camilla como si tuvieran voluntad propia. Como si entendiera lo que sucedía, el doctor colocó su brazo libre por detrás de mi rodilla para llevar hacia atrás mi pierna.

—¡Eso es, ya se ve la cabeza!

Miré a la enfermera, con la camisa de Snoopy, no entendía su entusiasmo. El bebé no quería salir… no quería.

—Ya falta poco, lo estás haciendo excelente, hermosura.

Ese hombre deliraba. Lo estaba haciendo fatal. ¡Y debía verme horrible, tenía que estar desgreñada y sabía que mi rostro se parecería a una langosta sobrecosida! Sin embargo, seguía agarrándole la mano y al ver el esfuerzo sin ningún tipo de resultado, llevó el brazo libre por detrás de mi rodilla para llevarme la pierna hacia atrás y así tener mejor posición. En ese mismo instante el ginecólogo regresó y se acercó con premura.  

—Puja otra vez.

Los hombres intercambiaron saludos al levantar el mentón y a la vez negar con la cabeza. No tenía idea de qué clase de comunicación era esa, pero en realidad no me importaba. Lo único que deseaba era que todo terminara y saber que el bebé estuviera bien.

—Un poco más para que termine de salir la cabeza.

El hombre junto a mí me observó y asintió con firmeza a la vez que me regalaba una sonrisa que me pareció reconfortante. Todavía me sujetaba la pierna.

—Eso es. Una vez más y habrás terminado, entonces podremos salir de aquí, ¿de acuerdo?

Asentí cuando llegó la siguiente contracción y gruñí por el esfuerzo. Fue cuando el ginecólogo dijo:

—Solo los hombros.

Al escucharlo el pediatra se alejó de mí y con profesionalidad siguió a la enfermera hasta la cuna y comenzó a revisarlo. Contuve el aliento y sonreí al escuchar su llanto.

«¿Está mal que me sienta tranquila porque los primeros brazos en los que estuvo el niño son los suyos?» Contemplé la cuna, me sentía un tanto ansiosa por poder verlo, aunque solo veía al pediatra moverse con suavidad y murmurarle al bebé.

Al mismo tiempo el ginecólogo me informaba que cerraría la episiotomía. Pero yo ni siquiera sentí cuando la hizo y, a pesar de decirme que en esa zona del cuerpo la anestesia no funcionaba, no estaba pendiente de lo que hacía. Solo deseaba ver al pequeño ángel que me acompañó durante esas semanas. Fue cuando escuché al pediatra decir:




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