«Claudia, ¿qué sucede? No has visto a tu hijo en dos semanas, ¿eso te parece bien? ¿Cuántas veces más quieres que me disculpe? Me sentía muy vulnerable. Por un segundo me asusté muchísimo. ¿Por qué no puedes comprender? Es una tontería lo que estás haciendo. Él está bien, responde perfecto al tratamiento. Todos los niños en algún momento se enferman, ¿sabías? En fin, llámame.»
Por una semana el bebé estuvo en la unidad neonatal y después de ese tiempo lo trasladaron al intensivo pediátrico. Claudia jamás fue a verlo. En cada una de las visitas, que eran de media hora, solo estaba yo. Aunque todo quedaba en el olvido en cuando ponía un pie en el área pues tan pronto lo hacía se escuchaba al bebé llorar por su leche. Era muy gracioso, al menos a mí y a los enfermeros nos lo parecía. Era como si tuviera un radar que le dejaba saber cuan cerca me encontraba.
—¿Qué sucede? ¿Qué son esas formas de llorar, pequeño ángel?
Lo tomé entre mis brazos sin poder contener una sonrisa, varios de los enfermeros del lugar también reían. Me senté y lo agarré con precaución para darle la leche. Fue cuando una enfermera se acercó para informarme que uno de los pediatras vendría para informarme que ese día le daría el alta. Por un segundo tuve la esperanza de que fuera el mismo que me acompañó en el parto, aunque descarté la idea de inmediato. No lo había vuelto a ver en todo ese tiempo y tal vez era mejor así.
En cuanto el bebé terminó, me lo coloqué sobre el hombro para sacarle los gases. Él se acurrucó contra mí, ofreciéndome su calor y ese olor tan especial que solo él tenía.
—Hay que llamar a mamá para darle la buena noticia. De seguro fue la impresión que tuvo, pero verás que en cuanto te vea se derretirá de amor por ti.
El doctor se acercó a nosotros. Tal vez debí ponerme de pie, pero el bebé estaba tan cómodo que no lo hice. El doctor me informó que la glucosa se había mantenido estable los últimos días por lo que le daría el alta.
—¿El alta es inmediata?
Contuve el aliento a la espera de su respuesta. Miles de pensamientos se me adueñaron de la cabeza. Tendría que insistir con Claudia. Ella tenía que venir por el bebé. Nelson tendría que hacerlo. Peor ¿y si no lo hacían? No me lo podía llevar a casa, no era mi bebé. ¿y si me acusaban de secuestro? No sabía qué hacer.
—Solo traiga el asiento protector y se lo podrá llevar.
Asentí de inmediato y le dediqué una sonrisa que esperaba fuera normal. Tal vez estaba preocupada por nada. Al saber que el bebé estaba bien, Claudia vendría por él.
—E–es que no lo sabía y no me lo traje. ¿P–puedo ir por él y regresar?
—Por supuesto, no hay problema con eso. Vaya a casa por el asiento y cuando regrese le entrega a la enfermera los documentos. Ya en seguridad le retirarán el brazalete de identidad cuando lo contrasten con el suyo.
—Muchas gracias, doctor. Vu–vuelvo rápido.
—Tranquila, vaya con calma, que su bebé la necesita sana y salva.
Salí del área y tomé el teléfono con manos temblorosas. Después de seis tonos, entró el buzón de voz. Me llevé una de las manos a la cabeza y me jaloneé el cabello. «Claudia, ya lo dieron de alta y él está bien... está bien. Si lo escucharas llorar por su leche. Dice la enfermera que sus pulmones son los mejores de todo el hospital. Tienes que traer el asiento protector para poderlo sacar. Llámame, por favor.»
Cuando colgué me tapé los labios con el teléfono. Di vueltas sin ir a ningún sitio en realidad, mas me sentía inquieta y en mi interior existía una revolución. Cuando pasaron cuarenta y cinco minutos sin respuesta, tomé una decisión.
—Dímelo… —Mi hermano respondió el teléfono después de dos tonos.
—¿Aún tienes el primer asiento protector de Michael?
No le había dado tiempo a decir nada más. Escuché como soltó una bocanada profunda de aire.
—Te dije que no estaba de acuerdo con esto.
¡Eso no solucionaba nada!
—¿Todavía lo tienes?
—Se supone que uses uno nuevo. Es probable que ni te lo dejen sacar del hospital.
Volví a jalonearme el cabello. Me llevaría a casa a un bebé que no era mío y ni siquiera tenía un biberón para darle de comer.
—Si no se puede ya compraré uno.
Él soltó un suspiro pesado.
—Estoy ahí en veinte minutos.
—Gracias. Te amo.
—Y yo a ti.
Sonreí con los ojos humedecidos. Salí deprisa y caminé muy rápido hasta la estación del tren en la universidad para que me dejara en el paseo de Diego en Río Piedras. Entré a una tienda de ropa económica y compré varios bodis, gorros, calcetines, cobijas y un conjunto blanco que me pareció hermoso.
Salí con rapidez para regresar al hospital; por suerte, mi hermano tardó más por el tapón. Nos encontramos a las afueras del hospital y nos fundimos en un abrazo. Sin embargo, tenía los labios apretados en una línea recta.
—¿Qué vas a hacer?
Le sostuve la mirada.