Ángel

8

Nos quedamos en silencio. Entendía a mi hermano. Era preferible pensar así a saber que para la mujer a quien yo creía una hermana yo estaba muerta. ¿Qué otra explicación podría existir para lo que ocurría? Tanto mi hermano como Lizzy tenían derecho a estar enfadados con la situación.

—¡Te di la fuerza para irte sin sufrir!

Reímos tras cantar el coro de la canción, que sonaba en la radio, al unísono. Lizzy y yo jamás podíamos estar enfadadas la una con la otra por más de dos segundos. Ella volvió a suspirar.

—Edgar solo admite que le gusta una canción de ella.

—Como todos los hombres del país que morirían si ella se las canta al oído.

Hablábamos de la cantante ponceña Ednita Nazario. Los hombres se volvían un flan cada vez que en sus conciertos cantaba Quiero que me hagas el amor. Aunque en ese instante en el playlist de Spotify sonaba No me mires así. Era un día catorce, Ángel cumplía cuatro meses de vida y no podía dejar de pensar en el parto y en aquel hombre que me ayudó tanto.

—¿Qué no me cuentas?

Me quedé en silencio, trayendo a mi memoria aquellos ojos traslucidos que me sonreían y me aseguraban que era una mujer hermosa. Mi rostro debió mostrar alguna emoción porque Lizzy chilló con histrionismo.

—¡Oh, dios! Conociste a alguien.

Me detuve cuando el semáforo cambió a rojo.

—No sé de qué me hablas.

Ella me señaló a mí y al teléfono mientras endurecía el rostro como uno de esos sargentos que no dudaba en quebrantar la ley para obtener una confesión.

—De que esa canción tiene nombre y apellido.

Negué con la cabeza sin dejarme amedrentar.

—Sabes que siempre me ha gustado mucho.

Ella se dejó caer en el asiento con un puchero a la vez que cruzaba los brazos sobre el pecho.

—Podrás intentar mentirme, pero no te puedes engañar a ti misma.

Guardé silencio mientras detenía el automóvil pues había tráfico para entrar al balneario. La ojeé y me mordí los carrillos. Cada vez que pensaba en ese día me sentía un tanto confundida a la vez que las mariposas intentaban revolotear en mi corazón.

—Es que después de estos meses creo que todo fue una alucinación.

Ella giró la cabeza con lentitud como lo haría una muñeca de terror al mismo tiempo que contenía el aliento.

—¿Qué fue una alucinación?

Me mordí el labio y le di algunos golpecitos al volante con los dedos.

—No estuve sola en el parto. Yo… Yo me rendí. Me rendí. El pediatra… Él entró y me dio la fuerza que necesitaba. Sostuvo mis piernas para que pudiera pujar.

Su expresión se suavizó y en un tono suave dijo:

—¿Por qué crees que lo soñaste?

Mis hombros cayeron. Era tan tonto pensar en alguien al que solo viste por unos minutos y que además solo estaba allí para ayudarte. Estaba segura de que él estaría horrorizado si es que pudiera escuchar la conversación.

—No sé su nombre, no sé si existe. Solo recuerdo esos ojos de ámbar translucidos y su sonrisa… 

Creí que ella también se compadecería porque por un segundo reinó un silencio incómodo, pero entonces su rostro resplandeció y comenzó a patalear y gritar como chiquilla en concierto de los Back Street Boys, de esas que lanzan calzones. Incluso las personas que estaban en el automóvil junto a nosotras rieron ante su efusividad.

—¡Lizzy, los niños!

Negué con la cabeza y una sonrisa tímida se apoderó de mis labios. Observé por el retrovisor que a los niños les parecía gracioso lo que hablábamos y Michael intentaba repetir algunas de las palabras que decíamos.

—¡No puedo creer que te guardaras eso por cuatro meses!

Mis hombros cayeron mientras desviaba la mirada.

—¿Y si no pasó? ¿Y si solo necesité huir de la realidad?

Toda su emoción se diluyó como el agua que corre a la coladera.

—¿Pasó algo después?

Asentí a la vez que tragué con dificultad.

—Me llevó una ensalada, pero no lo vi. Yo estaba en el NICU con Ángel. Por eso pienso que lo imaginé.

Solo esas palabras fueron suficientes para que el termómetro del romance volviera al punto máximo como en un juego de feria al que golpeas con un mazo y si llega al punto más alto comienza a sonar una alarma ensordecedora. Así fue el grito de ella.

—¡Lizzy!

Pero ella no me escuchaba, parecía en un viaje a Plutón o Júpiter por cómo le centellaban los ojos.

—Eso no es una alucinación. ¡Dios! Ojalá lo vuelvas a ver. Necesitas a alguien que te cuide.

Por eso no había querido decir nada. Sabía que tan pronto lo hicieran lo primero que dirían era que necesitaba que alguien me cuidara como si fuera una damisela en apuros. ¿Por qué no podía cuidarlo yo a él? O mejor aún, que ninguno de los dos nos cuidáramos, solo que nos hiciéramos reír y nos acompañáramos.




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