«¿Te conté que hace un par de semanas llevé a Ángel a la playa? No puede negar de quién es hijo. Ahora cuando lo baño tengo que simular el vaivén de las olas en su pequeña bañera y si escucharas sus carcajadas, reirías junto a él… Llámame.»
Le daba de comer a Ángel cuando sentí que todo su cuerpo se puso rígido. Era siete de julio. Faltaba solo una semana para que cumpliera cinco meses. Todo mi cuerpo se puso en alerta.
«¿Qué sucede? Algo no anda bien. ¿Qué hago? Él no está bien. No lo está, lo sé… Por favor que no sea nada malo… Que sea algo pasajero… Dios, por favor, cuida de él, protégelo.»
Estuvo dos minutos tieso en la totalidad de su cuerpo para entonces quedar lapso y caer en un sueño profundo. Se me hizo imposible despertarlo.
Sin dudar me levanté del sofá con él en brazos. Agarré el bulto y bajé hasta el carro. Coloqué a Ángel en la silla protectora. Llegué al hospital San Francisco que era el más cercano a mi hogar. La enfermera tomó la información y esperé dos horas a que me atendieran. En ese tiempo, a pesar de que tomaron sus vitales y lo movieron varias veces, él continuaba dormido.
La doctora que nos atendió decidió dejarlo en observación unas horas. Le ordenó los análisis habituales (un CBC y orina), pero todo salió normal. Cuando despertó, él reía. Se tomó su leche con cereal de arroz. La doctora no estaba preocupada, así que lo envió a casa.
Pasó una semana y esos acontecimientos extraños sucedían, al menos, cuatro veces al día. Era algo de segundos. Tenía vuelto loco al pediatra, ya que no encontraba lo que era y Ángel no tenía los episodios frente a los médicos.
El doctor decía que con probabilidad eran provocados por el fuerte reflujo que padecía. Era habitual que ocurrieran cuando comía. Pero yo me sentía intranquila, pensaba que algo no andaba bien, aunque admitía que quizás era la sobreprotección que sentía por él.
Una semana después, los episodios, que en ese instante ya sufría con frecuencia, cambiaron. Su cuerpo ya no se ponía tieso y sus brazos hacían un movimiento como de aleteo durante un segundo. Sucedía muy rápido. Cuando lo hizo veinte veces en menos de una hora, decidí hacerle caso a mi intuición. Algo no andaba bien, lo sabía desde hacía semanas, pero no sabía que era.
—Tranquilo. Tranquilo, ya vamos a llegar. Vamos a llegar, por favor, espera… Espera a llegar.
Conduje una vez más al hospital San Francisco. Esperé un par de horas luego de que la enfermera tomara sus vitales. Cuando nos llamaron, era otra doctora la que estaba en turno. En el instante en que ella lo vio supe que algo no andaba bien. Algo en su rostro la delató. De inmediato tomó el teléfono y exigió que llamaran al tecnólogo de CT. Era una emergencia y ella lo quería ya ahí. No importaba que fueran las doce y media de la noche… Sin saberlo, a partir de ese momento, el próximo mes de nuestras vidas sería un recuerdo perenne en mi memoria, y a la vez uno muy confuso y lleno de lagunas.
Entonces comenzaron las preguntas que hasta el día de hoy me acompañan. «¿Cómo se mueve? ¿Hizo algo más? ¿Siempre es así? ¿Usted se ha percatado si han cambiado? ¿A qué hora comenzó? ¿A qué hora terminó?»
—¿Cuándo tu bebé te sonrió por primera vez?
—A los dos meses.
No entendía por qué me hacía esa pregunta. ¿Qué tenía que ver su sonrisa con lo que sucedía?
—¿Tu bebé nunca ha sostenido la cabeza en su totalidad?
Me quedé en silencio unos minutos.
—A veces se le cae.
Ya en una ocasión le comenté al pediatra, pero me dijo que le diéramos un poco más de tiempo. Según él, no todos los niños se desarrollan igual. Los charts son solo guías y entonces dejé de preocuparme por eso, me importaban más su reflujo y cólicos.
Me preguntó si él se giraba de bocarriba a bocabajo y si imitaba mis sonidos; negué con la cabeza. A lo único que pude darle una respuesta afirmativa fue a saber la diferencia entre el llanto cuándo tiene hambre a cuándo tiene dolor. Era como un bombardeo. No podía pensar con claridad, incluso por un instante pensé que me juzgaba y creía que yo cuidaba mal de Ángel.
—¿Él agarra un juguete en sus manos con intención?
—No, yo se lo pongo en las manos.
Le entregué la sonaja favorita de Ángel y ella la pasó varias veces frente a él.
—Vamos a esperar a que llegue el tecnólogo.
Esperamos más de una hora, y cuando el tecnólogo llegó nos pasaron de inmediato al cuarto de examen. Recosté a Ángel en la camilla plástica como me pidieron y me quedé sentada en una silla en lo que la máquina hacía su trabajo.
Cuando el tecnólogo sacó la camilla de la máquina, Ángel comenzó a tener uno de esos episodios. Él llamó un código al teléfono. En muy poco tiempo llegaron varias enfermeras y la doctora, quien ordenó que le suministraran oxígeno.
Minutos después ya el episodio había terminado y me llevaron a un cubículo con cuna. Ángel dormía con profundidad.
Una hora después tenía hambre y comencé a darle su fórmula. Lo sostenía en mis brazos cuando la doctora entró en el cubículo.