En la mañana le llevaron a Ángel una cremita de arroz y varias botellas desechables de fórmula normal. Ya les había dicho que él tomaba una formula especial porque era alérgico a la proteína de la leche. Salí con él en brazos mientras arrastraba el carrito del suero. Me acerqué al mostrador de enfermería. Ángel dormía con profundidad luego de que, en la madrugada, los episodios no lo dejaran descansar. Fue el día en que más movimientos involuntarios tuvo desde que comenzaron.
Volví a recordarle al enfermero que me atendió que el bebé utilizaba una fórmula especial. Entonces regresé al cubículo de emergencias donde habíamos pasado la noche. Tomé una de las botellas que llevaba en el bulto y saqué el agua y la fórmula que siempre cargaba. Le añadí un poco del cereal de arroz que nutrición envió en el desayuno. Era la indicación del doctor contra el reflujo a pesar de no tener aún los seis meses.
Intenté despertarlo para que desayunara, pero los episodios lo tenían demasiado cansado.
—¿Estás bien, pequeño ángel?
Lo sostenía entre mis brazos y él solo dormía. Como si nada lo perturbara. Las horas pasaban entre ataques y sueños profundos. Parecía que su cuerpo solo podía estar en esos dos estados.
—¿No tienes un poquito de hambre? Te preparé tu leche favorita con cereal.
Nada, ningún tipo de reacción. Solté una bocanada de aire mientras sentía que el corazón se me achicaba.
—Descansa, luego nos ocupamos de comer.
Agarré las últimas galletas que tenía en el bulto y me tomé la mitad del jugo que compré antes de que llegara la ambulancia el día anterior.
Una hora después entraba una enfermera para que fuéramos al cubículo de procedimientos porque los doctores pidieron unas pruebas. Le tomó varios intentos para poder obtener la muestra de sangre.
No estaba segura si de verdad las venas de Ángel eran tan malas de encontrar o si en realidad las enfermeras no sabían cómo encontrarlas. Lo único bueno, si es que se podía pensar así, era que él ni se percató pues seguía dormido.
Cuando ella terminó, lo tomé una vez más en brazos y caminé el largo pasillo de los cubículos en emergencias. El frío me tenía con la nariz roja y mojada, las manos me tiritaban. Por suerte, había cargado con la manta que tanto le gustaba en color marrón y tan mullida que lo mantenía calientito.
Minutos después entré al cubículo veintidós y dejé a Ángel en la camilla con las barandas arriba. Me senté en la silla y el tiempo comenzó a pasar con lentitud. De momento brincaba en la silla cuando me quedaba medio adormilada y llamaban por el altavoz al médico en turno. Ángel seguía dormido.
Cerca de las dos de la tarde, entró un enfermero para informarme que nos escoltaría hasta otro cubículo del hospital porque los doctores habían solicitado un electroencefalograma[1]. Coloqué a Ángel en la cuna portátil que el enfermero llevaba y bajamos al sótano. Puede que estuviera sugestionada, pero atravesar esos pasillos tan largos y con poca luminosidad me recordaba la película Resident Evil. Luego de dar varias vueltas llegamos a la oficina BB50, al lado de audiología.
Tomé a Ángel en brazos para poder entrar, ya que la cuna donde llegamos no entraba en la diminuta oficina. El lugar contaba con un escritorio pequeño, una camilla llena de cables y al lado una computadora antigua en su respectivo mueble. Nos recibió una mujer rubia de unos cuarenta años, quien me saludó. No me pasó desapercibido el instante en que frunció el ceño al ver a Ángel.
—¿Lo sedaron?
—No. Hoy ha estado todo el día dormido y no ha querido comer. —Le mostré la botella con leche que cargaba.
Se acercó a Ángel y comenzó a limpiar con un palillo de algodón las áreas donde le pondría los cables. Luego esparció gel capilar y colocó el electrodo en su lugar. Repitió el proceso hasta colocar los veinticinco sensores. El enfermero se acercó una vez más para tomar los vitales de Ángel. Me quedé muy cerca de la camilla, y ella se sentó en la computadora.
Cuando tenía quince años, visité a un neurólogo por los dolores de cabeza tan constantes que sentía y fui diagnosticada con migraña. Por ese motivo sabía cómo debía verse un EEG normal… El de Ángel no lo era.
En un EGG las ondas en zigzag van paralelas con una leve alteración si se está despierto, adormilado o dormido a profundidad. En Ángel las ondas invadían el espacio de las otras con grandes picos… Era un caos. En su cabeza había un caos. Entonces, un estudio que debía durar unos treinta minutos, máximo una hora, se convirtió en un estudio de cinco horas y media. La técnica registró con minuciosidad cada movimiento involuntario de Ángel mientras conversaba conmigo.
—¿Sabes que tu bebé convulsa?
Negué con la cabeza mientras se me dificultaba tragar.
—Comencé a sospecharlo cuando nos trasladaron aquí.
Ella se quitó los lentes, sus ojos mostraban que estaba cansada, pero su profesionalidad la llevaba a ser minuciosa en su trabajo.
—Llevamos más de cinco horas y no ha parado de hacerlo. Por eso duerme tan profundo, que es donde él se ve más afectado. He hecho muchísimos ruidos durante las horas, pero él no despierta. Es muy probable que le administren algún medicamento cuando subas a la habitación. Le enviaré el estudio al grupo médico y ellos hablaran con usted.