Ángel

14

Estaba muy intranquila… como confundida. Una vez más le trajeron la fórmula equivocada a Ángel y estaba molesta porque le tuvieron que sacar sangre de su barriguita, ya que las venas de sus brazos y piernas no resistirían una aguja más. Además en la noche no pude dormir. Me sentía muy cansada, pero sin sueño y el frío era excesivo para mí. Las enfermeras entraban sin importar la hora, los médicos también lo hacían. En ocasiones ni siquiera me atrevía a ir al baño por si me perdía alguna de sus visitas. Los días eran como un bucle, uno idéntico al otro.

Caminé de un lado a otro en la habitación con Ángel en brazos. Acababa de dormirse luego de que le inyectaron Klonopin[1] para intentar detener las convulsiones que ese día parecían no querer dejarlo tranquilo. Si tan solo los medicamentos funcionaran, pero eran inservibles y no entendía por qué se los daban.

Escuché la puerta de la habitación abrirse y solté un suspiro cansado. Con probabilidad era una enfermera para extraerle sangre para un estudio del que nunca sabía el resultado. Dejé a Ángel en la cuna y cuando me enderecé sentí un mareo extraño por lo que tuve que sujetarme con firmeza del barandal de la cuna. Alguien me tomó por los antebrazos y me guio hasta el sillón reclinable en el que había dormido las últimas semanas. En solo segundos me percaté de que era Ramón, no obstante desvié la mirada y cuando no fue suficiente cerré los ojos debido a una luz centellante que afectó mi visión.

—¿Qué haces?

Acuclillado frente a mí, me asió con suavidad del mentón y volvió a deslumbrarme con su odiosa lámpara.

—Silencio.

Me solté de su agarre y volteé el rostro. No entendía por qué, pero su luz me molestaba en sobremanera.

—No soy tu paciente.

—Ellos se portan mejor que tú.

Me crucé de brazos y enfurruñada me senté derecha en el sillón para que encontrara lo que sea que quería ver en mis ojos. Ramón tenía los labios apretados en una línea recta mientras desenredaba el estetoscopio de su cuello y lo colocaba sobre mi corazón.

Me contempló con una seriedad que era desconocida para mí por lo que respiré profundo varias veces cuando movió el aparato hasta mis pulmones. Se guardó el estetoscopio en el bolsillo y volvió a encender la maldita lámpara. Quería quejarme una vez más, aunque en el último segundo me contuve. Entonces me pidió que abriera la boca y en cuanto lo hice iluminó mi garganta. Tras un suspiro se puso en pie.

—¿No has salido del hospital en estos días?

Negué con la cabeza y él asintió en un movimiento cortante. Levantó la mano y con los dedos le acarició la sien al bebé, aunque no era el mismo hombre sonriente de siempre. Si tanto le molestaba estar allí, no tendría que haber ido.

—Tienes que ir a casa.

Fruncí el ceño e intenté hablar en varias ocasiones, pero no pude. Mi pequeño Ángel estaba dormido y arropadito con su cobija con el camión de bombero.

—¿Vas a dar de alta a Ángel?

A pesar del frío, la falta de sueño y el exceso de entradas y salidas del personal, reconocía que Ángel no estaba bien. Los doctores tenían que encontrar qué tenía y detener las convulsiones.

—No me expliqué. Tú tienes que ir a casa. A dormir.

—¡No voy a dejarlo solo!

El temblor en mi voz impidió que sonara con la determinación que estaba en mi cabeza. Nada me alejaría de Ángel. Él me necesitaba, solo éramos él y yo.

Se le notaban los hombros tensos y tenía la mandíbula apretada. Nos contemplamos. Se me humedecieron los ojos y me volteé hacia la cuna para que no me viera. Cerré los ojos y deseé que se fuera, después de todo no entendía qué hacía allí. Me sobresalté al sentir sus manos sobre mis antebrazos.

—Yo me quedo con él.

—¡No voy a ir a casa!

Él me oprimió los brazos y me vi obligada a girar.

—No es opcional.

Jadeé. Él me observaba como si fuera capaz de entender, algo imposible porque nadie del personal médico sabía lo que ocurría. Sin embargo, confirmé las sospechas cuando dijo:

—No hay nadie más, ¿verdad?

¿Cómo podía dejarle a Ángel? Ramón era un desconocido, pero también el hombre que estuvo junto a mí en el parto, quien me sostuvo las piernas para que pudiera pujar. El hombre que me llevó una ensalada al recordar que tendría hambre y el mismo que estaba frente a mí en ese instante tras prometer que vendría.

—No le haré daño.

Los ojos se me cuajaron en lágrimas.

—No puedo.

—Tu cuerpo está a punto de colapsar. Si es tan difícil para ti, ve a tu automóvil, baja los cristales e intenta dormir.

Bajé la cabeza y me masajeé la frente.

—Ramón…

—Él te necesita. —Cuando fui a debatirle añadió—: Sana.

—Los episodios y la visita de los doctores, no…

Con dudas levantó la mano y me cubrió la boca con la punta de los dedos.

—Maia, por favor.




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