Ángel

20

Habían pasado un par de días y seguíamos igual, sin ningún avance. Esos momentos solían ser los más desesperantes por la lentitud con la que pasaban. Sentía que los doctores se habían olvidado de nosotros y que no hacían nada por controlar las convulsiones de mi pequeño ángel. No acababa de comprender el motivo de esa espera tan angustiante. Sin embargo, Ramón no había permitido que me convirtiera en presa de la desesperación. Nos había acompañado cada uno de esos días. En ese momento estábamos sentados en el banco del payaso rojo y amarillo, eran las nueve de la noche. La hora de visita era hasta las ocho, pero hasta el momento nadie nos había llamado la atención.

—¿Los resultados de las pruebas de ADN suelen tardar?

Ramón frunció el ceño.

—¿Hay algo que te preocupe?

Había tomado ese tiempo para meditar sobre nuestra situación y llegué a la conclusión de que Ramón tenía que saber la verdad de mis propios labios. No es que fuera fácil, pero debía calzar los zapatos de adulta y afrontar las consecuencias de mis acciones.

—Si su ADN es perfecto quiere decir que su condición es mi culpa.

Él echó su cuerpo atrás al mismo tiempo que se llevaba la mano a la boca, la cual tenía abierta, para cubrírsela y jalonearla.

—¡Ay, dios! ¿Cómo es que llegaste a esa conclusión?

Bajé la cabeza. Agarré uno de los deditos de Ángel y lo entrelacé con el mío. Le limpié la frente con la mano temblorosa cuando le cayó una lágrima.

—¿Usaste drogas? ¿Es eso?

Levanté la cabeza de golpe mientras abría los ojos hasta desmesurarlos.

—¡No!

Si bien me encontré con un rostro duro y unos labios apretados en una línea recta.

—Solo la verdad.

Los ojos se me cuajaron en lágrimas.

—¡¿Cómo puedes pensar así de mí?!

Se puso en pie y comenzó a moverse como lo haría un puma enjaulado. Mantenía las manos sobre las caderas lo que provocaba que los hombros se tensaran todavía más. El rictus en su rostro me hacía sentir pequeña.

—¿Fumaste? ¿Bebiste? —Se jaloneó el cabello—. ¡¿Por qué eres tan dura contigo misma?!

Me obligué a serenarme, a fijar la mirada en él, aunque no pude ocultar el temblor en mi voz al confesar:

—Ángel no es mi hijo, le presté mi vientre a mi prima. Si su ADN es perfecto, la única variable que queda soy yo.

Sus hombros cayeron como si fuera un multicampeón que enfrentaba la derrota por primera vez. Abracé a Ángel contra mi pecho como si de pronto alguien pretendiera arrebatármelo.

—¿Tomaste tus prenatales? ¿Asististe a todas las citas médicas? ¿Te hiciste los laboratorios de rigor?

A pesar de las preguntas su voz era tan suave como un abrazo fugaz, pero que te acompañaba por la eternidad. Asentí porque no podía ofrecerle nada más. Él se acuclilló frente a mí y en un toque efímero y delicado me acarició desde la frente hasta colocar un mechón de cabello tras mi oreja.

—Que crueles hemos sido con las mujeres al hacerlas creer que ellas pueden controlar sus embarazos cuando la realidad es que solo Dios sabe lo que sucede en sus cuerpos porque la ciencia ni siquiera puede explicar cómo se forma la placenta.

De algún modo conseguí ahogar un sollozo mientras Ramón tenía los labios caídos. Sus dedos seguían trazando ese espacio entre mi frente y el inicio del cabello. Era tarde, él solo nos acompañaba cinco o diez minutos como si necesitara saber que Ángel y yo estábamos bien antes de llegar a casa. Pero el tiempo seguía su curso y no debía olvidar que el tenerlo junto a mí en ese instante era un privilegio, además de una concesión por parte de la administración del hospital, quien lo pasaba por alto. Lo más importante, él estaba cansado, en cuanto me senté a su lado me había percatado.

—En lo único que tienes que pensar en este instante es en darle amor a tu hijo.

—Ramón. —El tono de mi voz fue ahogado.

—Mi amor, eres su mamá. —Negué con vehemencia—. Es tu hijo porque quien está junto a él eres tú. A quien único conoce es a ti.

Sentía como los ojos me tiritaban y el ardor bullía en mi interior. Al mismo tiempo que permanecía aferrada a mi pequeño ángel y él dormía tan tranquilo entre mis brazos como si tuviera la certeza de que yo jamás lo dañaría.

—Le he hablado de ella.

—Puedes quedarte sin voz hablándole de ella, pero para él eres su mamá, la que le habla con amor, la que lo besa y sonríe cuando logra escapar de sus ataques.

Lo agarré de las muñecas en un intento de contenerlo, exigiéndole que guardara silencio. Durante dos años me aseguraron que no, que él jamás sería mi hijo y que su madre era Claudia. No comprendía por qué Ramón insistía en lo contrario, por qué me lastimaba así.

—Ámalo con esa forma tan tuya de amar. Veo cómo lo miras, cómo le hablas, el amor está ahí y es infinito.

Las lágrimas comenzaron a bañarme las mejillas mientras seguía con las manos alrededor de sus brazos.

—Por favor…




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