Ángel

21

Cerca de las seis cuarenta y cinco de la mañana llegó un escolta a buscarnos pues se abrió un espacio en electroencefalografía. Estaba despierta desde la madrugada pues Ángel tuvo uno de sus episodios y desde entonces dormía profundo, por más que lo moviera, no despertaba. No obstante, mis hombros cayeron y de mis labios escapó un suspiro. La doctora había dicho que después de ese EEG le administrarían la medicación que detendría sus convulsiones.

Me apresuré a prepararle una botella de formula y lo tomé entre mis brazos para acostarlo en la cuna portátil. Gladys y una enfermera nos esperaban en una diminuta oficina que apenas nos dejaba espacio para movernos con cierta torpeza.

La enfermera le tomó los vitales mientras Gladys le colocaba los electrodos en la cabecita; no obstante mi pequeño ángel siguió con su sueño profundo. En cuanto miré la pantalla de la computadora se me humedecieron los ojos, la vorágine y el caos seguían allí. Tal vez era estúpido que me tomara desprevenida pues había tenido un episodio había pocas horas y él estaba exhausto, aun así, lo había hecho.

Cuando todo estuvo listo me quedé frente a la camilla, aunque me aseguré de no tocarla para no causarle alguna interferencia. De pronto Ángel tuvo una crisis que fue evidente en el estudio, con esas líneas caóticas como si acabara de ocurrir un terremoto eran inconfundibles. Me mordí el labio, aunque me obligué a permanecer tranquila. Después de ese estudio le darían el medicamento y tal vez recuperaría un poco de ese niño que siempre sonreía.

Gladys continuó grabando la actividad eléctrica en su cerebro, me había explicado que para ese estudio los doctores querían que él estuviera despierto, adormilado y dormido a profundidad.

Una sonrisa leve me curvó los labios al escuchar a la enfermera y Gladys hablar de que en los supermercados del país ya no se encontraba el tocino. Suspiré porque mis pensamientos hicieron espacio para esos ojos translucidos que permanecían conmigo en todo momento.

La alcapurria que me había traído tenía un dejo de ese sabor tan inconfundible del producto por lo que todavía debía conseguirse en algún colmado o carnicería. Sentía el corazón contrito al saber que Ramón había robado tiempo de su apretada agenda para compartir conmigo un pedacito de su vida y entorno. ¿Y yo qué le había dado? Solo preocupaciones y rechazo.

Di un respingo y me llevé la mano al pecho al escuchar el manotazo que Gladys dio sobre el escritorio. Lo repitió en una tercera y cuarta ocasión, pero Ángel seguía dormido. Entonces Gladys dijo:

—Mamá, ¿a él le están dando el medicamento?

—Aún no. Los doctores esperan este EEG.

Apretó los labios en una línea recta y por la forma en que agarró el teléfono pensé que se volvería polvo entre sus dedos.

—Comunícame con el neurólogo en turno —Esperó unos minutos—. Por favor, que alguien venga a inyectar a este niño. ¡No! Sedación no. Este niño está dormido demasiado tiempo. Pidieron un EEG con pyridoxine.

Cerca de veinte minutos después entró el grupo de neurólogos que atendían a Ángel. Uno de ellos le entregó una jeringa a la enfermera y ella la administró a través del suero. La doctora De Jesús me había dicho que en ese estudio utilizarían una vitamina, ¿sería eso?

—¿Qué sucede?

—Se sospecha de un desorden metabólico. Los casos en los que las crisis convulsivas duran varios minutos y el paciente presenta rigidez en los músculos, además de pérdida del conocimiento en las convulsiones, suelen ser causados por una deficiencia en vitamina B6.

—Pero este no es el caso.

Gladys giró la pantalla de la computadora y la cabecita de mi pequeño ángel todavía mostraba el caos de un terremoto de alta intensidad. Los doctores apretaron los labios en una línea recta y se retiraron.

Gladys no tardó en quitarle los electrodos a Ángel y después de que la enfermera le tomó los vitales, el escolta nos regresó a la habitación. A eso de las siete de la noche la doctora De Jesús entró a la habitación junto a una enfermera, quien tenía una jeringa y me mostró cómo se la inyectaría a Ángel en los próximos meses.

—¿Cómo funciona el medicamento?

—El ACTH es una hormona producida en el interior de la glándula pituitaria. Como todos los medicamentos contra la epilepsia aún no se conoce a ciencia cierta cómo es su funcionamiento para detener las crisis convulsivas, pero se cree que puede trabajar en el cerebro en adición a estimular las glándulas suprarrenales. Se le va a administrar dos veces al día y, desde este momento hasta terminar la terapia en seis semanas, vamos a monitorear su presión arterial y niveles de glucosa, ya que esos son algunos de los efectos adversos de esta terapia.

Tenía que comprar un tensiómetro y tiras de orina que midieran la glucosa para monitorear a Ángel en la casa.

¿Si se le subía la presión o el azúcar le provocaría una crisis? ¿Y si se le bajaban? ¿También provocaría un ataque? No importaba, en lo único que tenía que pensar era en si ese medicamento le detendría las convulsiones.

—Aunque no sepan bien cómo funciona, ¿el medicamento lo ayudará?

—Sí, el ACTH suele detener los espasmos infantiles, lo que también detiene el deterioro en las funciones cerebrales. En él hemos visto un retroceso en sus habilidades, y el medicamento nos ayudará a detenerlo.




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