—¡Cuidado, 89! Gira a la derecha. No, no, a la izquierda. ¡Maniobra evasiva! ¡Santos planetas, ¿qué es eso?! Mayday… mayday… Un rayo rosa chicle nos acaba de golpear, vamos en caída.
Me quedé apoyada en la puerta de la habitación mientras escuchaba a Ramón narrar el cuento. No podía parar de reír al oírlo imitar como un ruido de avión al caer. Suspiré. Hacía un par de días habíamos tenido un desacuerdo. Él había pedido cambios de turno con la intención de quedarse con Ángel en tanto yo asistía al tribunal.
—¿Te gustó? ¿Sabes que ese cuento es el mejor regalo que me han hecho? ¿Por qué? Pues porque alguien más puede tener una camisa o el perfume que uso, pero nadie tendrá ese cuento. Bueno como somos amigos lo comparto contigo y los dos podemos ser los protagonistas.
Ahora comprendía que estuve mal, pero en aquel instante estaba convencida de que Ramón había cometido un error por no consultarme sus planes. Aunque era cierto que no existía nadie más quien pudiera quedarse junto a Ángel, también era verdad que en seis meses todas las decisiones respecto a él las había tomado sola.
—¿Encuentras sexy a la comandante? Porque a mí me está volviendo loco y comienzo a temer que tú y yo solo seremos amigos.
Me mordí el labio y una nube de tristeza me rodeó. Sabía que lo perdería. Con solo pensarlo se me humedecieron los ojos y sentí que algo me oprimía el corazón, sin embargo, no podía pensar en una relación mientras el futuro de Ángel era incierto.
Me sobresalté al escuchar:
—¡No, no, no, no! Fui yo quien la vio primero. —En mis labios se dibujó una sonrisa—. Y entre los amigos existe un pacto, campeón. Sí, se fue a casa contigo, pero a mí me encuentra guapo.
El calor se me adueñó de las mejillas y el gesto en mi rostro se amplió. Debía entrar y dejar de espiarlo. Además, Ramón tenía que estar hambriento porque le prometí comprarle el almuerzo y el proceso en el tribunal se había alargado y debía regresar al siguiente día.
—Tranquilo, ya va a pasar, te voy a acostar en la cuna, ¿de acuerdo? Pero sigo aquí, no estás solo.
Me quedé petrificada al escucharlo. Con lo que había sucedido a lo largo del día por unos segundos había olvidado el motivo por el que estábamos ahí.
—¿Mamá? Ella no tarda en llegar. Necesitaba salir un ratito. La primera vez que me quedé contigo, estaba seguro de que sufriría un aneurisma y no actué como doctor. Y ahora me aterra que en cuanto regresen a casa, ella colapse contigo en brazos.
Esas palabras solo consiguieron que los pies se me quedaran anclados en el suelo como si una fuerza, ajena a mí, me impidiera moverme a la vez que una lágrima rodó por mi mejilla. Sus palabras fueron suaves y arrulladoras, pero había un rastro de dolor en ellas. Comencé a moverme como si la misma fuerza me empujara y obligara a actuar.
—¿Sabías que mozak significa cerebro en varios idiomas?
Me detuve junto a él y coloqué mi mano sobre la suya, la cual permanecía sobre la barriguita de Ángel. Me incliné hacia Ramón y le besé el hombro para entonces recostar la cabeza en él mientras esperábamos que la crisis pasara. Una punzada terrible me atravesó el corazón cuando sentí cómo su cuerpo caía como si hubiera llevado el peso del mundo.
El ataqué cesó y solté mi bolso y los paquetes de comida. Solo pasaron segundos cuando ya tenía a Ángel entre mis brazos, dándole varios besos en su cabecita mientras Ramón me daba un abrazo de lado y me dejaba un beso en la sien.
—Hola, mi pequeño ángel. —Miré a Ramón—. ¿Tuvo muchas?
—No, es la única que ha tenido desde que te fuiste.
Asentí y nos quedamos uno junto al otro, abrazándonos. Me obligué a soltar a Ángel pues estaba dormido. Un desconocido pensaría que se veía hermoso, durmiendo con placidez, pero Ramón y yo sabíamos que su cabecita era un cortocircuito constante.
Rebusqué en las bolsas mientras el olor a carbón envolvía el cubículo, saqué el plato, el cual era muy diferente al papel que Ramón esperaba. Me había pedido una hamburguesa del lugar de comida rápida en el mismo hospital, pero después de salir del tribunal en la avenida Muñoz Rivera, me desvié hasta la oficina de correos en la 65 de Infantería. A una cuadra, detrás del edificio, se encontraba un lugar donde preparaban unas hamburguesas de una libra de carne rellenas de plátano maduro, queso y bacon. Me había tardado, pero creía que valía la pena ofrecerle algo un tanto más casero, aunque sabía que era algo muy simple.
Él entrelazó nuestras manos y me haló con suavidad hasta sentarnos en el sillón. Unos centímetros más y estaría sobre su regazo, pero no me molestaba estar tan cerca de él. Nos quedamos en silencio en tanto me tomaba la mano con firmeza. Me quedé absorta en su mirada, en la tibieza que me transmitía y el delicioso perfume que ya me era familiar.
—¿Comemos?
—Sí. —Sonreí mientras el calor me abrasaba las mejillas—. Te estoy haciendo pasar hambre, lo siento.
Me dedicó una sonrisa picarona y hermosísima que consiguió que el corazón me latiera desbocado como si el chico más popular de la escuela le pidiera a la presidenta del grupo de debates que lo acompañara al baile.
—¿Qué me trajiste? Huele muy bien.