Ángel

25

Desde la noche anterior Ramón estaba de turno. No me había podido contener y le había enviado un mensaje para saber cómo se encontraba. Me respondió varias horas después cuando tomó un descanso de quince minutos para comprarse algo en la máquina expendedora y comer. Le recordé la cena del día anterior y, aunque dijo que no le daría tiempo, le aseguré que sí. Me costó convencerlo de que no pasaba nada si solo nos veíamos un par de minutos y acordamos encontrarnos en la banca de siempre.

Me apresuré a calentarle la comida en el microondas —en el área común—. Regresé a la habitación, coloqué a Ángel en el portabebés y salí. Encontré a Ramón sentado en la banca y con los ojos cerrados. El pinchazo que me atravesó el pecho me robó el aliento. Por ayudarme, se había quedado con Ángel y no había podido descansar. Miré el reloj y decidí esperar tres minutos antes de despertarlo. Entonces me acerqué a él y le dejé un beso en la mejilla.  

Pestañeó y sonreí cuando le tomó varios segundos poder abrir los ojos. En cuanto posó su mirada en la mía, mi sonrisa se amplió y él imitó el gesto. Tenía el rostro iluminado como si no nos hubiéramos visto desde hacía muchísimo tiempo y al reencontrarnos fuera el hombre más feliz del mundo.

No me pude aguantar y volví a dejarle un beso en la mejilla. No estaba segura de que mi corazón fuera capaz de volver a latir ante su mirada resplandeciente por lo que me apresuré a entregarle la comida y sentarme junto a él.

Se metió un bocado tras otro en la boca, apenas permitiéndose tragar. Una vez más mis sentimientos entraron en conflicto, no podía evitar la culpa y a la vez agradecía que nosotros pudiéramos estar junto a él en ese instante. En cuanto terminó, le arranqué el plato de la mano para que no tuviera que pararse y al regresar, fui yo quien entrelazó nuestras manos. Nos contemplamos. Ramón tal vez esperaba a que yo diera el primer paso, pero no, aunque eso significara agrietar mi propio corazón, si bien el muy traicionero me hizo decir:

—Quería verte ayer.

Él levantó nuestras manos entrelazadas para dejarme un beso sobre la palma. Levantó la mano libre y le acarició la cabecita a Ángel quien estaba dormido.

—Regresé, pero tenías una conversación y me pareció que era importante. Y hoy luces muy radiante, ¿ya le dijiste «soy tu mamá»?

Por un instante contuve el aliento al pensar que había escuchado la conversación entre Edgar y yo, sin embargo Ramón estaba muy risueño y de inmediato me contagió la buena vibra, tanto, que chillé como colegiala.

—Hola, soy Maia, y tengo un bebé.

Rio y me pareció una risa musical como de esas canciones que te llenaban el alma.

—Hola, soy Ramón, y no sabes lo feliz que me hacen esas palabras.

Se mordió los labios y negó con la cabeza a la vez que sonreía como si no pudiera creer haberme seguido la corriente. No me importaba comportarme tan pueril pues me sentía muy feliz y en paz conmigo misma. Nos contemplamos y no pude evitar que se me humedecieran los ojos. Ramón levantó la mano libre y deslizó el pulgar sobre mis párpados.

—Nada de esto habría sido posible sin ti.

Se llevó nuestras manos entrelazadas sobre su corazón.

—Yo solo te ofrecí claridad. Eres la responsable de todas las decisiones.

Negué con convicción mientras su mano permanecía en mi mejilla y yo me apoyaba en ella.

—Me diste más que claridad porque todavía me sentía desleal y ladrona de un bebé.

Shhh, no pienses en eso, mi amor.

Me sobresalté cuando le llegó una notificación al teléfono. Él apretó los labios en una línea recta incluso antes de abrirla por lo que comprendí que nuestro tiempo juntos ya había terminado. Me puse en pie y le dediqué una sonrisa.

—Gracias por quedarte con Ángel ayer y, por favor, disculpa el comportamiento de mi hermano.

Tras escuchar esas palabras las mejillas se le sonrojaron y soltó una bocanada profunda de aire. Entonces negó con la cabeza.

—Discúlpame tú a mí por mi proceder. Me habías mencionado a tu prima, pero no al padre de Ángel y tu hermano apareció de repente. En lo único que pensé fue en que quería secuestrar al 89 y desaparecer con él.

Le coloqué una mano en el pecho y me incliné para dejarle un beso en la mejilla. Estaba segura de que él se percataría de cómo me había derretido ante la fiereza que demostró por proteger a mi pequeño ángel. Volví a sonreírle y apoyé la mano en su mejilla durante unos segundos.

—Hiciste bien. Gracias.

Asintió en un movimiento corto y suspiró con cierta pesadez cuando el teléfono volvió a sonar.

—Tengo que regresar.

Asentí y cuando me acerqué a la puerta para abrirla, él se me adelantó. Entré y Ramón empujó el carrito con el suero. Le dejé un beso en la cabecita a Ángel y lo cubrí con su cobija favorita. Al girar, Ramón todavía estaba junto a nosotros por lo que fruncí el ceño.

—¿Qué sucede?

Mi gesto se amplió al percatarme de la rigidez en sus hombros y la tensión en la mandíbula.

—¿Podrías darme el número de teléfono de tu hermano?




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