Ángel

26

Eran las seis diecisiete de la mañana. Tenía recostada la cabeza en la cuna y la manita de Ángel entre mis dedos. Le sonreía, aunque él estaba dormido. Mis pensamientos estaban plagados de planes a futuro, el más próximo era un día en la playa con las olas del mar rozándole los pies y la brisa robándole carcajadas. Y no podía faltar la visita a la finca de los papás de Ramón. Debía ser reparador pasar un par de días en el lugar después de tanto tiempo encerrados en el hospital, aunque no me impondría.

Esperaba que, para cuando eso sucediera, el medicamento comenzara a funcionar como debía y detuviera las crisis de Ángel por completo. Ya llevábamos usándolo durante una semana y me había percatado que las crisis de las mañanas comenzaban a disminuir.

Si bien salí de mis ensoñaciones cuando Ángel abrió los ojos. Si alguien más lo miraba no encontraría nada extraño, pero entrecerré los ojos en tanto los latidos del corazón se me aceleraban. Mi pequeño ángel estaba demasiado quieto con la mirada fija y sin pestañear. Parecía como si me avisara que iba a convulsar. Fue uno de esos momentos donde mis esperanzas volaban alto y cayeron en picada al suelo. Donde entendí que el día que nos dieran de alta del hospital estaba muy cerca, pero que no había una cura para su condición y que mi bebé seguiría con sus crisis. Pensé que había comprendido todo, mas en realidad no había entendido nada. Peor aún, sabía cada detalle de su condición, podría recitarlo como un mantra y sin embargo todavía no lo aceptaba. Porque todavía en cada nueva convulsión me preguntaba, ¿qué había hecho mal? Quizás lo había expuesto a demasiado ruido o a demasiada luz, quizás había dejado pasar demasiado tiempo entre las comidas, quizás estaba enfermo y no lo sabía. Aunque a la misma vez era consciente de que acababa de despertar.

La crisis duró dos minutos con diez segundos y tan pronto pasó Ángel entró en un sueño profundo. El desayuno se quedó encima de la mesita de noche en tanto el plan médico me llamaba una y otra vez con preguntas que tendrían que haber sido respondidas por los doctores y no por mí.

Para el mediodía Ángel había tenido cinco crisis y a pesar de ser consciente de que no debía cargarlo en ese estado, lo tomé en brazos como si ese gesto pudiera lograr lo que el medicamento no hacía. Comencé a dar vueltas por el piso hasta perder la cuenta. Las enfermeras me observaban extrañadas, tal vez creían que estaba desesperada por salir del hospital. Cuando lo que en realidad sentía era que habíamos retrocedido varias semanas.

Abrí la puerta del piso, por el lado de cirugía, y tropecé con Ramón. Me tomó tan desprevenida que perdí el balance, si bien él me agarró por los antebrazos hasta estabilizarme al mismo tiempo que me sonreía. Sin embargo, al verme frunció el ceño.

—¿Estás bien?

—Comenzamos una nueva semana con el medicamento y me percaté de que redujeron la dosis, ¿ese es el camino a seguir?

Pensaba que era una idiotez que lo disminuyeran. Las crisis seguían, era evidente que todavía era muy temprano como para pensar en moverlo.

El gesto en el rostro de Ramón se tornó grave al mismo tiempo que apretaba los labios en una línea recta.

—El ACTH se utiliza por seis semanas y en cada semana se va reduciendo la dosis hasta que se retira por completo. Cada paciente es diferente. Se han hecho estudios con altas dosis y han reaccionado bien, pero también se han utilizado dosis pequeñas y también ha tenido efectos positivos en el paciente.

Me sabía ese discurso de memoria y no entendía por qué me lo repetía. No cuando él había sido el único que me había hablado con la verdad. Resoplé un tanto impaciente.

—Pero ¿cuándo se irán?

Fui testigo de cómo cuadró los hombros y perfeccionó la postura como si yo representara un peligro para él.

—Él nunca va a dejar de convulsar en su totalidad.

Tuve que traspasar el nudo en mi garganta para responder:

—Eso no lo sabes.

Apretó los labios en una línea recta y por primera vez lo sentí lejos de nosotros como los demás doctores que habíamos conocido desde que estábamos internados.

—Dieciséis años de desvelos y la misma cantidad de tiempo trabajando más de cien horas a la semana me dan el conocimiento y la certeza. Los anticonvulsivos solo controlan la condición, la epilepsia no tiene cura.

Contuve el aliento, si bien no pude evitar el tiritar en el labio inferior. No entendía por qué me arrebataba la ilusión de que todo estaría bien al salir.

Ramón levantó la mano para acariciarle la cabecita y dedicarle una hermosa sonrisa a Ángel. Entonces le dejó un beso en la frente y susurró:

Hey, 89, te veo mañana, ¿de acuerdo? Dios te bendiga.

Levanté la mano, aunque no me atreví a tocarlo. El corazón me golpeteaba contra el pecho y la confusión me dominaba.

—¿A–a dónde vas?

La dulzura dedicada a mi hijo, desapareció para mí. Ramón apretó los labios en una línea recta y volvió a perfeccionar la postura.

—A casa.

—Ramón…

Levantó los brazos en un movimiento controlado.

—¡No puedo más! —Se estrujó el cabello—. Quieres que sea amigo, quieres que sea doctor, y cuando lo soy te enfadas conmigo.




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