Ángel de la muerte

2

Capítulo 2: En el olvido

 

 

Haniel

Aunque el tiempo pasa y los años se van en un parpadeo, decido acompañarla una vez más después de tanto.

Estoy agitado, con los latidos acelerados por ella. Ya es de noche cuando llego a sentir sus palpitaciones.

Bajo al percatarme de su presencia; deambula por calles sombrías y aisladas. Frota sus brazos con la palma de sus manos en busca de la calidez que no encontraría en esta lóbrega oscuridad. Sólo hay dos luces iluminando las vías.

Tengo un mal presentimiento.

Sigo sus pasos con celeridad, protegiéndola desde las sombras.

Aún no he visto su rostro; a sus quince años ya ha de haber cambiado su físico. Sólo espero volver a contemplar la brillantez que destilaba en su niñez.

Luego de unos minutos, se oyen pasos. Más de una persona.

Siento una apretura en mi estómago, paso saliva y levito hacia ella.

—Alex... —me coloco frente a sí.

Cuando me atraviesa, un frívolo abismo me recorre.

No puede sentirme. No me reconoce. No recuerda mi existencia.

Al estar conectados por nuestro vínculo, obtengo un vestigio de lo que es su interior ahora.

Las gotas cristalinas acarician mis pómulos al resbalarse. Está vacía. Su aura está rodeada de tonalidades opacas y apagadas. No hay ni un minúsculo indicio de luz.

La tenebrosidad en ella es infinita.

Me tenso al escuchar sus sollozos. Volteo para observar a metros su pequeño ser rodeado por un grupo de hombres.

Me apresuro para estar a su lado.

—Estás hermosa.

—¿Por qué no nos muestras un poco más?

—No tengas miedo, lindura.

—No tienes idea de lo que provocas.

Con furia, la protejo como siempre he sabido hacerlo.

Magullo aquellos humanos con puñetazos, hasta verlos agonizar. Intentan luchar, causan varias heridas en mis alas en lo que sólo atino a bramar. Desprendo ondas de fuerza al soltar mi decepción, la melancolía por todos los recuerdos que he tenido a su lado. 

No me detengo hasta atisbar el líquido carmesí regodear sus cuerpos. Yacen inconscientes sobre el suelo, como prueba de las consecuencias de sus actos.

Percibo cómo se cierran las incisiones que sanan a gran velocidad, pero las cicatrices quedan marcadas sobre mi piel.

Me giro y busco a Alex con la mirada, atormentado por su olvido, hasta encontrar su diminuto ser hecho un ovillo en el borde de las aceras.

Hipea con frenesí; su rostro escondido entre sus brazos.

—¿Alex? —inquiero y rozo su delicada piel.

Eleva sus iris mieles, aterrada.

—¡Aléjate de mí!

Aquel chillido rompe lo último que queda en mis adentros.

—¿Qué sucedió para que terminaras así? —pronuncio en un murmullo, y miro sus pupilas dilatadas.

—Sólo... Aléjate —expone con voz rota.

—No te dejaré aquí, jamás, lo prometí.

La tomo entre mis brazos mientras se retuerce quejándose. Cada palabra es una cisura más en mi alma.

—¡Déjame en paz! ¡No tienes derecho a acercarte! ¡Llamaré a la policía!

Reparte golpes en mi pecho una y otra vez sin lograr efecto alguno.

Suelta un grito agudísimo al sentir que levitamos. Cubre sus labios con una mano y se mantiene estática en todo el trayecto.

Cuando puedo divisar su cabaña, atenúo el ritmo y desciendo para cruzar la ventana de su habitación. En el momento en que sus pies tocan el piso, da media vuelta.

Está absorta en mí; el resplandor de la luna se cierne sobre los dos.

—¿Quién eres? —pregunta aún en su ensimismamiento—. ¿Por qué siento que te conozco? —su ceño se frunce; un gesto tierno que le da un aspecto adorable.

—Soy tu ángel, luciérnaga.

En aquel instante, un sutil viento acaricia mi cuerpo, que desaparece junto a él.

 

 




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