Ángel de la muerte

5

Capítulo 5: Prisión infernal

 

 

Diecisiete años, pasado

Alex

Cada vez que te adentras más al mundo, tu alma se oscurece con tatuajes imborrables de la maldad que lo llena.

Lloro, grito con las emociones desenfrenadas y dañinas que recubren mi interior; por la frustración y la impotencia de no saber qué hacer, de no conocer el camino por tomar, de no tener a quién acudir.

Mi entorno y vida se reducen a mi sombría presencia que vaga de manera etérea por la cabaña, a buscar soluciones ocultas que son imposibles de hallar en un sitio tan carente de oportunidades para personas como yo.

Mis brazos ya no pueden más; estoy harta, exhausta del rechazo, cansada de sufrir las consecuencias de sus errores y no poder seguir adelante.

La decepción y abatimiento corroen mi interior, me dejan yacer en un vacío perenne y en una brumosa oscuridad. Estoy rendida sobre mi endeble anatomía, y recuerdo lo recién ocurrido en mi cabeza.

¿Por qué a mí? ¿Por qué yo debía estar en este lugar y en la hora precisa? Tengo hambre, mi estómago necesita engullir algo antes de que desfallezca. Hay un largo rastro de líquido carmín en mi frente, y mi cabello humedecido por el sudor se adhiere a ella. Me encuentro sobre el pavimento, y siento cómo las piedritas diminutas se incrustan y provocan pequeñas marcas cárdenas en mi espalda.

«Respira, Alex... Ya pasará», busco tranquilizarme y despojo mi mente de los desagradables recuerdos.

Siento mis entrañas enardecer con la necesidad, la desesperación y las interrogantes de los «¿Y si...?» reproduciéndose una y otra vez.

Ahogo un grito y suelto mis emociones retenidas después de tantos agravios. Quiero llorar, desahogarme, pero estoy seca. Me encuentro hastiada, y con un frenesí que me lleva a gritar enfurruñada al aire.

—¡¿Por qué, maldita sea?! ¡¿Por qué?! —vocifero a sabiendas de que no habrá respuesta alguna.

Algunas gotas cristalinas se deslizan en los bordes de mis párpados, pero no musito un solo ruido. La lluvia comienza a caer. Me mantengo inmutable y dejo que salgan las lágrimas. Mis palpitaciones son paulatinas a pesar de lo recién sucedido, y un dolor punzante atraviesa mi cabeza de la nada.

Gruño incorporándome y tomo a regañadientes la bolsa de tela vacía. Hago un mohín al observar el espacio sin ningún contenido.

Deambulo por las calles sin fuerzas; mi cuerpo oscila con cada paso que doy y percibo el gélido frío que hace mis poros escocer. Mis ojos se rasan de un instante a otro y cojeo sin destino fijo en medio de una zona roja.

Adentro mis dedos en mi boca llevándolos hasta lo más profundo que puedo en mi garganta, y suelto toda la bilis contenida.

Me sostengo de mis rodillas en ese estado y, cuando logro recomponerme, diviso unos zapatos lustrados frente a mí. Me enderezo y observo la imponencia de aquel hombre parado enfrente. Sus pupilas me escrutan de arriba abajo, lo que me provoca un revoltijo amargo dejándome desconcertada con el aura que destila.

Miedo. Me da miedo.

Sus iris están desprovistos de piedad o cualquier sentimiento benévolo, sólo una negrura perpetua que me hace encoger con el temor que asciende desde mis puntas hasta mi coronilla.

¿Quién es? ¿Qué hace una persona de tal porte y vestimenta a mitad de un bulevar íngrimo y solitario?

Él carraspea, y yo empiezo a retroceder en búsqueda de opciones de salida.

—No puedes escapar, tengo a un par de vasallos repartidos en la zona —advierte con una voz ronca y gutural. Ladea su rostro y curva una de sus comisuras. Sus ojos guardan un destello sombrío.

Agacho la mirada debido al desasosiego que me consume.

—¿Q-Qué es lo que quieres? —titubeo al hablar. Presiento que una ofrenda incauta se avecina con el vestigio de crueldad en sus facciones.

—Te quiero a ti, Alex.

Doy un respingo y muchos pasos hacia atrás; busco alejarme, pero parece en vano.

Cada vez lo siento más cerca.

—¿Qué me estás haciendo? —tartamudeo y se cristaliza mi mirada. Me siento mareada, desorientada, y un ligero silbido se filtra en mi audición. Apenas percibo la risa cínica que suelta al contemplar mi aturdimiento—. ¿Cómo sabes mi nombre?

Se aproxima tanto que puedo sentir el vaho de su aliento rozar mi rostro.

—Cuando esto acabe, no me recordarás. —Sus ojos se tornan azabache en una tonalidad tan penetrante que cala mi mente, haciéndome perder la noción—. Aceptarás mi oferta, te subirás a la camioneta y serás gentil. Nos conocemos desde hace mucho, somos buenos amigos —ordena, y sus afirmaciones engañosas se entrelazan con las reales. Me confunde—. Sólo te dejarás llevar y confiarás en mí. ¿Entendido?

Los acontecimientos anteriores se disipan de mi memoria, y asiento hacia la entidad conocida de manera extraña frente a mí.

—Te conozco...

—Así es. —Él mueve su cabeza confirmándolo.




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