Ángel de la muerte

8

Capítulo 8: Visiones de un espíritu en vilo

 

 

Haniel

Su voz es lo único que necesito escuchar para descender con premura, y deslizarme a través de la ciudad en busca de la chica de cabellos marrones. Puedo percibir los latidos de su corazón desde la lejanía, ser consciente de los engranajes que estremecen su mente y del trepidar de su cuerpo.

Está nerviosa, como si el miedo la consumiera.

No es de su conocimiento que puedo oír sus llamados. Sus pensamientos son privados; sin embargo, sé cuándo precisa de mí y se encuentra en situaciones riesgosas. Tal como ha sucedido hoy.

Está hecha un ovillo en una banca a mitad del parque. ¿Qué hace en un lugar tan solitario a altas horas del anochecer? Sus pupilas están nubladas y está agitada; puedo ver el vapor de su aliento al exhalar con frecuencia.

Aún no es consciente de mi presencia, pero me aproximo sigiloso; intento evitar que se asuste y tirite aún más de lo que lo hace. Juguetea con sus manos, y las gotas cristalinas no demoran en resbalarse, dejan un rastro en sus pómulos. Está sonrojada, sus mejillas están coloreadas de color escarlata; luce pequeña y frágil. Nada similar a la chica fuerte que había visto hace unas semanas.

Respiro con profundidad y junto todo mi valor. Ella necesita a alguien que le dé fuerza.

—Alex —susurro. Gira acelerada y, al percatarse de que sólo soy yo, suelta el aliento contenido y relaja la tensión en sus músculos. Me posiciono a su lado en la banca y ella baja el rostro; quiere esconder el semblante abatido que tiene en este momento—, hey. —Me mira de soslayo y doy un ligero apretón a una de sus manos.

—Fue horrible, ángel —murmura con voz quebrada.

No me demoro un segundo más y la rodeo con mis brazos. Ella recuesta su cabeza en mi pecho y cierra los párpados.

—Déjame llevarte a casa —farfullo con suavidad contra su cabello. Sus luceros acaramelados me vislumbran desde abajo.

—Llévame a donde quieras, sólo aléjame de él.

Frunzo el ceño al oír la palabra «él», y me apresuro a elevarnos sobre el firmamento nocturno. Ella solloza en mi pecho, y siento cómo mi caja torácica se acelera.

Al llegar, me adentro a través del ventanal filtrándome entre las cortinas.

Ella está entre mis brazos; cada vez se adhiere más a mi piel, como si fuese el único lugar donde halla serenidad. La deposito, cauteloso, sobre el mullido colchón de la cama y éste se hunde cuando reclino mi peso sobre él.

Reparto caricias inocentes en su cabellera en un intento de apaciguar su miedo, disiparlo de alguna forma y despojarla del sentimiento vacío que sé que sintió.

—No te vayas —pide con voz queda. Hay un deje de anhelo en sus palabras; la sensación de no alejarme de ella se hace intensa.

Me mantengo justo ahí; sus manos rozan mis nudillos y sus ojos vislumbran cada parte de mi ser. Ella está ensimismada observándome; analiza mis movimientos.

Las hebras chocolates están esparcidas en el almohadón, dándole un aspecto libre y natural. Deslizo mi dedo índice en la curvatura de su perfilada nariz, embelesado.

Estoy dando pasos inseguros a un territorio prohibido.

Me separo de Alex, y ella se incorpora justo allí con dudas en su mente. Está dolida por mi abrupta indiferencia a su tacto.

Yo sólo trato de evitar lo que nos costará a los dos.

Muerdo mi labio inferior y aprieto los puños a mis costados.

—No puedo, Alex.

—Te he dado una última oportunidad.

Ella aún no entiende lo que sucede en mi cabeza, y es algo que me frustra. No quiero que piense que la tengo aparte, mis emociones son opuestas a ello. Eso lo hace peligroso.

—Hay cosas que no conoces de mí.

—¿Y por qué no me las enseñas? —se levanta y roza uno de mis brazos con sus tersas manos—. Quiero conocerte, a ti.

La guio hacia la cama otra vez y me siento de espaldas frente a ella. Dejo mostrar mis fulgurantes alas y percibo sus luceros clavados en mi nuca. Froto mis brazos y, de pronto, la temperatura se vuelve tan frívola que empiezo a oscilar. Escucho un suspiro de su parte y se acerca.

La puedo contemplar en el reflejo del espejo que se muestra frente a mí. Se mueve con inseguridad, pero tenaz.

Tantea con sus dedos aquellos dos flancos blanquecinos que me caracterizan. Ella pide permiso al conectar sus ojos mieles con los míos, y yo sólo asiento.

Se toma un instante. Resopla y, en un segundo, coloca sus dos palmas sobre la superficie. Sus párpados se cierran por sí solos, y los dos nos deslizamos dentro de un limbo.

Alex

Estamos rodeados de un ambiente victoriano y clásico.

Haniel se encuentra arrinconado en la esquina de la alcoba. Mi rostro está plagado en preguntas, y él sólo me hace un gesto de paciencia. No entiendo cómo llegamos aquí, pero supongo que es algún don que posee el ángel frente a mis ojos.




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