Ángel de la muerte

10

Capítulo 10: Un romance mundano

 

 

Haniel

La observo.

Contemplo durante horas su rostro, embelesado.

Las palabras del custodio retumban en mi cabeza con asiduidad, ya que sé que tiene razón. No puedo enamorarme. No sin causar daño, sin terminar en quebrantar lo que tengo junto a ella.

No tuve fortaleza al estar con Vanessa, y por ello se alejó; no la volví a ver y los arcángeles se encargaron de mantenerla al margen de mi existencia.

Además de ello, cargo con el peso del error que, por lo visto, ha provocado gran revuelo entre los dos lados.

Nuestro superior nos encomienda nuestras misiones, aunque no dice más allá de palabras sabias, pero casi incomprensibles.

Ahora lo entiendo todo.

Esto es por lo que debo estar a su lado: hay algo más grande acechándola. Esa fue la bruma que se cernía sobre ella aquella noche en la zona roja, cuando aquellos hombres —quienes eran más que eso— intentaron aprovecharse de su endeblez.

No presté atención a los detalles, ellos no dieron evidencia alguna. Fueron minuciosos a la hora de moverse. Pero eran advertencias, alarmas sobre lo que ha estado pronto a desatarse entre los dos reinos.

Ella se remueve de tanto en tanto, suelta quejidos y se adhiere a las cálidas sábanas con la cuales la cubrí al depositarla sobre la cama. Luce en paz, sosegada y exhausta. Su cuerpo tirita y se hace un ovillo en el colchón.

Me levanto de mi lugar y evito hacer el mínimo ruido. Me empecino en inspeccionar sus estanterías y muebles. Hay fotografías que descansan en algunas tablas de caoba y libros desgastados con separadores peculiares entre sus páginas.

Sonrío para mis adentros.

Los retratos dibujan los rostros de ciertos pequeños, pero sólo reconozco uno de ellos; el chico de iris marrones y desgarbada apariencia, Eder. Junto a él, una joven de mirada chispeante y rizos salvajes esboza un gesto angelical, dando paso al último.

Tomo el cuadro entre mis manos y deslizo mi dedo índice por el semblante del muchacho contiguo a ella. Sonríe con ligereza, casi ininteligible; sus ojos verdes me saludan con afecto y algunos mechones de su cabello castaño acarician su frente.

En ese instante, comprendo la necesidad de Alex por ellos. Son importantes. Y si lo son para ella, asimismo para mí.

Doy unos pasos hacia el mueble que reposa a un costado del camastro. Una llave diminuta descansa en un rincón imperceptible del almohadón donde se encuentra Alex. Tiro del objeto con cautela y me tenso al escuchar el movimiento de ella. Me mantengo inamovible al hacer un conteo mental y, cuando me cercioro de que está sumida en el sueño, retiro la llavecita por completo.

Está pintada en un tono ocre, con una ilegible inscripción en la pintura. Muevo mis pupilas hacia el cajón del mueble, intento abrirlo y, como ya he deducido, la llave es perteneciente a esa cerradura. Giro el seguro con el diminuto objeto y ésta responde.

Estiro la caja con sigilo y le echo un vistazo hacia el interior.

Hay un estuche escondido en la esquina del espacio, aunque es lo único que se halla allí. ¿Qué puede ocultar? Lo agarro y me apresuro a abrirlo para saber qué se esconde debajo de ello y, al hacerlo, el desconcierto y estupefacción surcan mi semblante.

Un tesoro célico. Es un diamante protegido con una base de madera.

—¿Qué haces fisgoneando?

Doy un respingo y tropiezo en el suelo de espaldas. Alex apoya su cabeza sobre su mano y reclina su cuerpo sobre su codo. Una expresión divertida la acompaña, dado que extiende una sonrisa que achina sus párpados de manera adorable.

Rio ante mi torpeza.

—Sólo... verificaba que todo estuviera en orden. —Muerdo mi labio inferior y me encojo de hombros. Imito el gesto que decora sus labios. Me limito a elevarme y a devolver la cajita a su posición. Aclaro mi garganta y tomo asiento en el extremo de la litera, a centímetros de ella—. Es de un arcángel.

—¿Qué?

—El diamante… pertenece a un arcángel.

—¿Cómo estás tan seguro de ello? —arquea una de sus finas cejas y entrecierra sus párpados.

—Los ángeles solemos tener anillos o colgantes. —Alzo mis hombros—. A medida que avanza el rango, las piezas con más valiosas —explico, en resumen—. Las de los arcángeles no afectan sólo a los humanos, también a los ángeles como yo.

—¿Por eso no la tomaste?

Asiento con suavidad.

El simple roce podría llevarme a viejos recuerdos, a heridas pasadas, y a remotos momentos que prefiero mantener ocultos en los confines de mi cabeza. Ella hace lo mismo y se deshace de la cobija sobre ella, dirigiéndose al baño.

Transcurridos diez minutos, sale y el aroma a jabón y especias destila de su piel. El cielo aún permanece a oscuras, aunque se puede ver que el amanecer está por arribar.

Su cabellera está humedecida y salpica gotitas heladas sobre los tablones. Ella se posiciona a mi lado y me vislumbra con un atisbo de curiosidad.




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