Capítulo 12: Recuerdos para la eternidad
Haniel
Su cabello ondea junto a la tenue brisa que acaricia nuestras pieles en la cándida noche.
Caminamos con las manos entrelazadas en el bulevar de camino a la deteriorada cabaña; sus pasos son lentos, como si quisiera permanecer en el instante y resguardar cada detalle en su memoria.
El silencio se cierne en el ambiente; sin embargo, no es incómodo, más bien, se siente agradable. Alex se mece sutil y sonríe a la nada, dándole un aspecto jovial y despejado lejano a todas las preocupaciones que la embargan. Tiene un semblante sereno y me complace saber que ha sido el resultado de las horas unidos.
Ella tiene ese aire arrebatador, en contraste a la primera vez que la vi hace unas semanas. Antes tenía una mirada sombría que ha sido reemplazada por una de tranquilidad.
«Te había buscado por tanto tiempo, ángel». La envuelvo por la cintura y atraigo su cuerpo al mío, adhiriendo mi torso al de ella. Ladeo una sonrisa y ella desciende sus ojos mieles, escondiéndose.
«Aquí me tienes… Sin olvido ni escapatoria, bonita».
Frunce sus labios al depositar un casto beso en mi mejilla; hace que las tonalidades rojas pinten mi cara y que mi piel vibre ante su tacto. Las emociones florecen y palpitan en mi pecho; no hay manera de explicar lo que se ha desatado después de tanto tiempo juntos.
Es como si fuéramos dos entidades reencontrándose después de milenios, o un dúo de almas lúgubres que encuentran paz en el otro.
Segundos después, nos elevamos sobre el firmamento y diviso el lugar a unos kilómetros. Me apresuro y evito que el gélido viento le haga daño.
En un corto lapso, el suelo resuena cuando arribo con fuerza. Se hace un eco continuo en las paredes, pero cesa y Alex me saca de mi sumisión al tirar de mi mano para hundirnos en el colchón de la litera.
Ella había ingresado en el baño para prepararse para su descanso, y ha vuelto con un gesto chispeante en sus facciones.
—Entonces...
—Mañana. —Sonríe de forma pícara. Rio ante ello y la aludida me pellizca en el instante que doy un respingo, quejándome.
—Sí, mañana —afirmo.
Cubre su cuerpo con las cobijas gruesas y envía el mensaje por medio de sus iris: no te vayas.
Las últimas noches han pasado de esa manera. No le gusta la soledad, a pesar de haberse acostumbrado durante años a ella. Ha encontrado amparo entre los dos, al igual que yo.
Ella recuesta su cabeza de la palma de su mano, apoyándose en su codo. Me escruta con curiosidad y sé que pronto disparará interrogantes al azar, por lo que me acomodo e imito su posición mientras miro sus finos rasgos.
—¿La extrañas? —suelta sin escrúpulos.
En algún momento retomaríamos aquella conversación.
—Vanessa fue mi primer amor. —Desvío la mirada e inhalo profundo antes de continuar—. Pero... está en la naturaleza de un ángel la inocencia. Creí que sabía todo lo que abarcaba ese sentimiento tan abismal, sin embargo… —niego y poso mis luceros en la nada—. En definitiva, no lo comprendía. Me ilusioné, y... caí.
Encojo mis hombros y evado el tema. Hay mucho más detrás de esas palabras.
—Caíste, como... —hace una pausa al buscar la expresión ideal, y prosigue—. ¿Te expulsaron del cielo? —sus cejas se encuentran y me mira con recelo en sus pupilas.
—Es difícil de explicar, Alex. —Mis labios se curvan sin un ápice de gracia.
Resopla y agacha su rostro.
—¿No quieres hablar de ello?
—No quiero hablar de ello.
Ella se reclina acostada de lado. Contempla mi vista fijada en su piel. Está ensimismada, algo que estremece mis terminaciones y eriza mis poros. A pesar de la opresión, se siente agradable.
—¿Por qué ella, Haniel?
Me descoloca y mi mandíbula cae al oírla.
Aunque tengo muy clara mi respuesta.
—Me cegué al querer llenar mi vacío con uno más grande. —Ella quita las pelusas imperceptibles de la colcha, perdida en mi voz—. Aún soy demasiado joven en comparación a los demás, que son millones. Sabía que debía tomar en serio mi rol, pero estaba lleno de oscuridad disfrazada de buenas acciones. —El desconcierto inunda sus ojos—. Él lo sabía, y por ello fui castigado…
»Pero me salvó.
Arruga el ceño y se revuelve entre las mantas.
—¿Salvarte con un castigo?
—Lo necesitaba —musito casi ininteligible—. A veces... unos cuantos golpes son necesarios para sentar cabeza.
Su gesto brilla.
—¿Cuál fue?
Eludo su interrogante.
Nos deslizamos en las mantas.
Sé que se percata de mi indiferencia, pero lo que menos deseo ahora es recordar, revivir las heridas que han cicatrizado y que me han convertido en el ángel que soy ahora. No planeo retroceder, y memorar dichos años sería un suplicio.