Capítulo 13: Cadenas infernales
Alex
Haniel ayudó a los chicos del orfanato a que se mudaran a un nuevo lugar, las repercusiones legales dieron su inicio y los adolescentes están en distintas casa-hogares donde son atendidos con afabilidad y respeto.
Carecen de lujos; sin embargo, viven el día a día de una mejor manera, más vívidos y completos. Al parecer, después de exhaustas investigaciones por parte del ángel, las mujeres que estaban a la tutela de estos pequeños se encuentran desaparecidas y no hay pistas de sus paraderos ni localizaciones, tampoco se han hallado rastros.
Lo importante es que Eder y los demás se encuentran refugiados.
Haniel ha acudido a su adalid, por lo que me encuentro sola en la cabaña y comienzo a percibir la falta que provoca su ausencia.
Cada vez que lo recuerdo... no tengo una manera de describirlo.
Haniel me ha protegido desde que vi la luz del mundo, desde mis primeros pasos; aún tengo destellos efímeros sobre mi nacimiento. Él y su sonrisa chispeante estaban allí. Rutilaba en toda la habitación.
Conozco de antemano que Alayna me trató con desdén desde el primer segundo, pues, cuando se dio cuenta de su embarazo, fue muy tarde para abortar. No obstante, él estuvo para darme el afecto y cariño que ella no pudo entregarme.
Con el tiempo, he comprendido que estaba tan vacía que no tenía nada más que ofrecer que su etérea presencia la cual se esfumó y se hizo traslúcida con el pasar de los años.
Entre mis pensamientos, saco una desgastada biblia del interior de una de las mesitas de caoba raídas. Algunas páginas están sueltas y tiene muchos subrayados en ciertos versículos. De pronto, vislumbro un amarillento retazo que contiene unas palabras escritas en cursiva de forma apurada y torpe.
Lo extiendo y veo la tinta algo corrida, tiene muchas marcas excéntricas y garabatos entrecruzados. La negrura de la imagen me desconcierta y, de la nada, la nota se va desvaneciendo, destila un polvo oscuro y brumoso.
Sólo logro divisar tres enunciados:
Tenebris... Inferis... Primogenitus...
Y se disipan.
Un eco ininteligible se adentra a mis canales auditivos. Deja escalofríos siniestros en mi anatomía. Mis músculos se tensan y aprieto mi mandíbula. Pronuncia algo sibilino, como si diese un roce a mi piel erizándola por completo.
Mis latidos quieren sobresalir de mi pecho con el ímpetu en el que arrasan, y me percato de que aquello no puede ser nada bueno. El sol se agazapa y lo único que puedo ver son las tonalidades bermejas que deja sobre el firmamento cediéndole la entrada al tiempo taciturno.
«Alex...», logro comprender.
Se me hace conocida aquella voz, como si la hubiese oído con anterioridad y sólo fragmentos transitorios se desarrollasen en mi cabeza.
«Ven, ven a mí», musita en un murmullo que me descoloca.
Cada vez mis terminaciones se alteran con mayor celeridad y el sudor resbala mi cuerpo. Pronto, siento ofuscamiento, una bruma fúnebre se asienta en mi cabeza y mi cuerpo se adormece. Mi interior se mueve impotente, pero mi mente oscila dejándose llevar por la inconsciencia.
Lo último que percibo es el desfallecimiento que me deja sobre los tablones de madera sumiéndome en una neblina imperecedera junto a un tornado que me lleva lejos.
Me encuentro de pies con mi cuerpo lánguido y sin peso, me siento ligera. Como en una parálisis de sueño.
Una luz me ciega desde la distancia, y aprieto mis párpados acostumbrándome a ésta al colocar una palma frente a mí en un vago intento de cubrirme. Doy unos cuantos pasos, insegura, y cada vez ésta apacigua más su fulgor. Esclarece el entorno antes mis ojos.
El ambiente toma forma y vislumbro un bulevar solitario cuando mi vista se dilucida.
Conozco este lugar... sé que he estado aquí. Mis pies actúan por sí solos encaminándose por inercia y, poco a poco, el reconocimiento alumbra mis facciones.
Estoy a unos metros del antiguo orfanato.
«Por favor, Alex... no me dejes», me sobresalto y doy un respingo al oírlo de nuevo.
Es más claro ahora y mi caja torácica se agita con incredulidad. Empujo las verjas ante la sorpresa y el desasosiego que me provoca aquel tono.
Troto apresurada y estrello la puerta de entrada.
Todo está en su lugar; sin embargo, es nebuloso y me provoca temor. Ignoro la emoción que me retiene. Inspecciono cada habitación con los nervios a flor de piel. Sé que está por aquí.
«¡Alex!», exclama después de unos segundos, causa una caricia esperanzadora en mí.
Lo siento muy próximo a mí, como si estuviese a centímetros y, al mismo tiempo, a kilómetros. No hay rastro de él, no encuentro vestigios de su presencia; está y no está. Es demasiado confuso.
Con las lágrimas acumulándose en mis ojos, vislumbro cada espacio, pero no... no hay nada. Escucho sus susurros evaporándose con el viento sin ningún indicio.