Ángel de la muerte

18

Capítulo 18: La joya del Inframundo

 

 

Alex

Me aflige contemplar las magulladuras que trazan su piel, pero tengo mayor temor por aquellas que guarda en su interior; temo por el trauma que vive. Ella solloza junto a mí meciéndonos con la brisa; el ambiente es frívolo.

—Tenía tanto miedo... —dice con voz quebrada—. No sabía qué hacer, ni cómo huir… —eleva su rostro y deja sus iris almendrados en mí—. Los recordé, Alex, cada día... —vuelve a recurrir a mi abrazo y mis rasgos se contraen con dolor al memorar las posibles facetas de su vida después de su ida, de la que ya hace un año y medio.

Mis latidos se agitan dentro de mi pecho y no soy capaz de controlar los estremecimientos de mi cuerpo. Me siento como si hubiesen arrancado una parte vital de éste y no pudiera recuperar el sentido, mis mejillas se tornan gélidas debido a la humedad y me vuelvo débil al tenerla tan trémula sobre mí.

—¿Karissa...? —la voz rota del chico de ojos glaucos nos interrumpe y, al subir los nuestros, nos encontramos con su mohín estupefacto.

Ella se adhiere más a mí con recelo.

—Eres tú... —sonríe Gabriel, pero con un ademán de mi mano lo detengo cuando hace el amago de acercarse.

El gesto de él decae y sus comisuras descienden. Los pasos presurosos detrás de sí nos alertan sobre la venida de otras personas, pero recuperamos la calma cuando nos percatamos de que se trata de Haniel y Eder.

El primero esboza una sonrisa genuina, y el segundo enarca sus cejas y abre sus párpados al dar un respingo, incrédulo ante la presencia de la chica. La tensión se cierne en el ambiente cuando todos somos embargados por la mudez del nudo que se forma en nuestras cuerdas vocales, suspicaces a nuestras próximas palabras.

—Por dios, Karissa… —los ojos del menor se cristalizan mientras pasa las palmas por su cabello. Muerde su labio inferior mientras contiene el brío de emociones, pero todo lo que sucede dentro de él es como un libro abierto para nosotros—. Estás... E-Estás viva.

—Debemos llevarla a la cabaña, chicos —sugiero al instante, pero ella se halla renuente, obligándolos a mantener la distancia.

No me permitiré abandonarla otra vez.

Puedo vislumbrar el viento llevándose la silueta de Haniel; sé que sigue aquí. El peso de Karissa se aligera dándome a conocer que él me apoya y, después, nos encaminamos.

Cruzamos los colosales árboles que cincelan el bosque y los chicos ignoran la carente figura del ángel sin indagar sobre ello. Mis ojos se desvían de un costado a otro asegurándome de que no haya nadie más entre los arbustos y el herbazal, hasta divisar a lo lejos la cabaña.

Karissa suelta quejidos de tanto en tanto cuando mis manos rozan por accidente los cardenales, y después de pedirle perdón millones de veces sintiéndome asustada, ella sólo hace una mueca con los labios que es opacada por los hematomas en su rostro.

—Llegamos —murmuro para ella.

Jamás me habría esperado que ella terminase de esta forma.

Nos adentramos llevándola a uno de los sillones en el cual se reclina algo desorientada. Me dirijo a buscar ungüento, gasas y demás cosas que necesitaré para cubrir sus incisiones y desinfectarlas; sin embargo, ella refunfuña y se hace un ovillo cuando me ve alejándome.

—No me dejes s-sola, por favor. —Su ansiedad es palpable y mis vellos se encrespan al saber la causa de ello. Volteo hacia los chicos.

—Necesito que se vayan...

—P-Pero —Gabriel intercede.

—Váyanse —digo—. Pronto podrán verla... Justo ahora… —me viro hacia ella y veo su postura alicaída y demacrada—. No lo creo… no le hará bien.

Él es el primero en asentir comprendiéndolo, pero se le dificulta el sacar a Eder del lugar y, en algún momento, lo convence de retirarse con sus mejillas perladas en lágrimas y dolor inteligible en él.

Le hablo a Karissa cuando oigo la cerradura de la puerta frontal, indicándome que se han ido.

—Necesitas descansar, pero primero debo curarte... —me acerco con sigilo.

Ella no cambia su expresión.

—Lo que sea estará bien, Alex... —toma mi mano con dificultad—. Estoy lejos de ellos, eso es suficiente para mí.

Las gotas que descienden de mis lagrimales se reflejan en sus pupilas, y me agacho rodeándola con fuerza sin poder evitarlo.

—Te quiero... —manifiesto y lloriqueo en su hombro mientras ella imita mi acción.

La estrecho como si fuese de cristal y dejo besos en sus rizos deslucidos, mientras agradezco que está a mi lado.

—Promete que nunca me dejarás.

Siento un aguijoneo punzante en mi corazón por lo que pide, por cómo me habla... Me duele saberla así, es algo que me descoloca y fragmenta mis escrúpulos sin más.

—Lo juro, Riss. —Doy caricias a su cabello y, poco a poco, la debilidad la deja dormitar.

Inspiro y observo con temple sus rasgos lánguidos, delineo su perfil con mi dedo índice y trago duro. Hay lágrimas secas en sus pómulos, pero de ninguna forma disipa su belleza. Sus labios están resecos y en las marcas púrpuras yacen rastros de sangre.




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