Ángel de la muerte

22

Capítulo 22: Ojos que no ven

 

 

Eder

Me reclino en el balcón y cierro mis párpados para recobrar la calma.

Me he sentido abatido y cansado sobre todo lo que ha sucedido, y a veces siento la necesidad de colapsar para despojarme de todo el embrollo que surge dentro de mí, mas no puedo.

Parece fácil soltarlo todo, pero tengo una familia que quiero fortalecer y que me acompañe. Quiero que sus pasados dejen de torturarlos tanto como a mí, y es difícil ver, día a día, que la cima esté cada vez más lejana ante nosotros.

Duele no poder hacer nada.

—Eder —susurra Karissa, haciéndome voltear con rapidez y fijarme en su posición cabizbaja e insegura.

Ese bastardo la dejó marcada hasta este punto.

Lo puedo vislumbrar en sus iris, en el tenue y casi imperceptible color que la rodea, en su cohibido andar y el temblor de su cuerpo al estar próxima a los demás.

Lo detesto.

—Riss... ¿cómo te sientes? 

—¿Qué cambia el que hagas esa misma pregunta todos los días? —musita con un gesto alicaído.

El golpe de remordimiento que me provoca lo que ha dicho me hace encogerme en mí mismo y sopesarlo. ¿En realidad lo hago bien? ¿La estoy ayudando a sanar...?

Sólo quiero verla sonreír como antes, pero su tiempo se ha congelado en ese momento. Trato de entenderla por completo, pero mi escasa ayuda no ha sido útil.

Ni siquiera podemos buscar a profesionales, el dinero es una carencia aquí.

—Lo lamento, de verdad, yo... —me disculpo con la voz rota.

Karissa es parte de mí. ¿Cómo se supone que debo actuar? No tuve una imagen ejemplar que seguir, mucho menos conocimiento sobre esto. Inspiro hondo y trato de acercarme con sigilo, pues no quiero atemorizarla.

Es de las pocas veces que se ha dirigido hacia mí por voluntad propia.

Lo único que me queda son los viejos y fugaces recuerdos en mi mente sobre ella antes de partir.

—Escucha, Riss, te quiero. Eres grandiosa, eres lista, eres... especial. Quiero ayudarte, quiero que tomes mi mano sin temor... que confíes en que estaremos para protegerte. —Algunas gotas caen de sus ojos, llevándome a sostener sus mejillas—. No me importa si son meses o años, yo te esperaré e iré a tu ritmo, todos lo haremos. Estaremos juntos y lograrás seguir adelante... —suspiro al atisbar su mirada perdida y el estremecimiento en su cuerpo debido a mi cercanía. Me aparto y adentro mis manos a mis bolsillos—. Estoy harto de ver que él sigue ganando, Karissa... Se ha robado tu risa, tu felicidad... —niego con la cabeza y me dejo caer de rodillas.

Ella hace lo mismo para mi sorpresa.

»Si pudiera entregarte el mundo en mis manos... lo haría... sin dudar, pero sólo me tengo a mí, un simple humano. —El atisbo de sus labios curvándose acelera mi pecho con largas palpitaciones. Ha pasado mucho desde la última vez—. Regresa a mí, Riss, vuelve a amarte... Pase lo que pase, seguiremos aquí… —fijo mis pupilas en las suyas con ahínco—. Hasta la muerte.

Segundos después, sus suaves sollozos son lo único que resuena en el interior de la cabaña.

Le doy un apretón grácil a las manos de la chica frente a mí, y le cedo los minutos posteriores para que los dedique al desahogo a sabiendas de que es lo mejor que alcanzaré por ahora y que es más de lo que habría esperado.

Tratar con el sufrimiento encarnado es una lucha que escuece, que adolece y apaga los pequeños indicios que calman la agonía.

Si algo sé con certeza de lo que he visto a lo largo de mi vida, es que aquellos seres con auras fúlgidas y sonrisas son los que resguardan mayor fuerza y un peso grávido sobre sí; quienes, en medio de una turbina, saben reconocer en su interior que habrá descanso.

Riss es una luciérnaga en medio de un bosque denso. A veces apaga su efímera luz, pero vuelve a ascender más brillante que antes.

—Eder, lo siento... —la acallo con un siseo molesto por sus disculpas.

Nadie debe pedir perdón por ser humano, por quebrantarse. Mucho menos ella.

—No vuelvas a disculparte, nunca. Soy yo quien debería hacerlo. Creí que tendrías una buena vida… —un nudo se asienta en mi garganta al memorar aquello—. Ahora sé que nuestro hogar está en cada uno de nosotros.

Eleva sus comisuras sin percatarse de cómo aquel mínimo acto desata un huracán en mi interior.

Ella es bonita... en todas sus facetas.

—Creciste, Ed —dice en un murmullo.

Exhalo sin quitar el agarre de sus manos.

—Tuve que hacerlo —contesto en el mismo tono.

Después de eso, Karissa hace algo que no anticipé en lo absoluto.

Ella ríe.

Ríe aún con lágrimas que caen en sus pómulos.

Aún con la carga insufrible que lleva encima, ella lo hace.

—De todas las personas que volví a ver después de... —traga en seco y entiendo a qué se refiere sin necesidad de decirlo. Karissa continúa sin apartar el semblante enternecido de sus facciones—. Siempre supe que serías tú —farfulla mirándome con profundidad.




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