Capítulo 23: Más allá de la realidad humana
Eva
Deambulo por el bulevar a mitad del atardecer junto a Gabriel.
Mientras vago entre mis pensamientos, me ensimismo.
Muchas veces me costó creer en un Dios. Todos solemos hacernos las mismas preguntas: ¿por qué permite el sufrimiento…? ¿Por qué existe el mal? ¿Por qué no nos hizo buenos o, con simplicidad, no nos creó?
Tantas interrogantes que surcan nuestra mente de manera fugaz quitándonos esa convicción que nos confieren los milagros efímeros, pero constantes en nuestras vidas.
Cuando Alex dejó las clases, me detuve frente a su cabaña y miré de soslayo el anillo oxidado que mi abuelo, en su lecho y a segundos de fenecer, me entregó con palabras proferidas con ahínco acerca de la magnificencia del Creador. Me cuestioné: ¿por qué puso tanto suplicio y agonía en su vida? ¿Por qué, si ella era buena?
No lo comprendía.
En aquel instante, estática frente al umbral del sitio y al oír en la lejanía los sollozos suaves que provenían de la planta superior, tragué en seco y puse un pie dentro. Alayna apareció frente a mis ojos con su postura desgarbada y su cuerpo huesudo lanzándome una mirada ponzoñosa.
—¿Quién eres? —inquirió al entrecerrar sus párpados, y tiró las pastillas de su mano a un costado sin miramientos.
Me encogí e hice el amago de hablar, pero había algo extraño en sus iris que me hizo retroceder. De su piel podía vislumbrar líneas negras deslizándose sobre sus venas y el temblor que, poco a poco, incrementaba en sus extremidades. Sentí miedo, pavor puro. Era una simple adolescente y no conocía nada sobre la familia de Alex, sólo ciertas pistas que me llevaron a derivar en conclusiones precipitadas; sin embargo, haber sido testigo de la bruma sombría que cubría el cuerpo de aquella mujer me hizo darme cuenta de algo: tenía oscuridad en su interior.
Lo que hubiese sido, me espantó y corrí lejos de allí, apartándome del oxígeno reducido y el ambiente asfixiante que había en aquel lugar.
No hablé en casa durante horas, permanecí retraída en el deje de la sensación previa y traté de ahuyentar a los espectros que, según yo, creaba mi imaginación corroyéndome con ideas pesimistas que sólo alimentaban mi desasosiego.
Me estremezco con un escalofrío al salir de mi abstracción y extiendo mi mano frente a mí. Poso mi vista en la pieza que aún permanece en mi dedo medio; continúa con manchas y marcas de deterioro.
Aquella noche, el anillo apretaba mi dedo con fuerza. No porque hubiese deidades caídas a mi alrededor, sino como un recordatorio que no supe descifrar en ese entonces.
Era protegida, y lo supe al hallar la pluma nívea y fúlgida al lado de mi litera.
Fue un ángel.
Dios, el Superior, Principal, lo que sea... fijó su mirada en una niña perdida en medio de un crepúsculo oscuro y lúgubre, apaciguó la negrura y dejó paz en ella. Eso no lo he olvidado, ni lo olvidaré. En mi memoria quedará marcado el vestigio de su luminosidad paseándose por mi habitación en noches largas.
Comencé a creer, mas no fui capaz de cumplir la promesa que le hice a él, la promesa de permanecer.
—¿En qué piensas? —la voz del chico intercede en mi naufragio personal y capta mi atención.
Sin más, pregunto de manera directa:
—¿Por qué crees, Gabriel?
El silencio cae como un témpano entre los dos.
Sé que lo hace. Lo he visto de rodillas en oración a medianoche.
Sus palabras, su actitud tranquila y apacible, su aura y su mirada sosegadora. Él está siempre acompañado de una energía que contagia a los que rodean su entorno; tiene algo diferente dentro de sí que no sé cómo explicar.
—¿Sabes, Eva? Estuve encadenado durante horas por demonios y fui torturado por ellos. Te ciegan y apagan el espíritu de tu interior... sientes como si no hubiese otra salida más que la muerte y el fin... Los humanos complicamos mucho nuestras vidas al girar en órbitas sin saberlo, sin darnos cuenta de que cada acto que realicemos afectará, de algún modo u otro, el futuro y los corazones ajenos. —Me sumo junto a él en lo que ha dicho y viramos en una esquina mientras vemos el sol, que esconde su luz cuando ya es el turno de la luna por hacer acto de presencia. Gabriel sonríe, tenue—. ¿Qué sentido habría tenido el nacer con la perfección ya implantada en nuestras mentes? ¿No se siente... falso, robótico? Para mí, la libertad de elegir fue un acto de amor.
»Para nuestro pesar, la luz vino al mundo y muchos prefirieron la tiniebla; gente inocente ha sufrido las consecuencias de ello… La complejidad de Ciel y su Rey no tienen explicación; somos simples seres en esta vida… ¿no ves el universo? ¿Lo grandes que son las estrellas…? ¿Cómo, al ser tan pequeños, creemos que podemos comprenderlo todo, Eva…? Tal vez no tenga la respuesta que has querido... pero yo creo porque sé entrever milagros en cada segundo, cada objeto y cada persona que se cruce en mi camino. Creo porque siento una paz que no proviene del mundo, sino una que ha caído desde algo más grande y maravilloso que, aun cuando estaba encarcelado y muriendo en mí mismo, me mantuvo con un indicio de esperanza. —Gabriel suspira y siento que ha transmitido quietud hacia mí cuando cierro mis ojos dejándome llevar por la brisa en mi piel—. La vida no es fácil, pero ¿cómo valoraríamos lo pequeño… cómo... preservaríamos con valentía si no conocemos primero lo opuesto? Creo que... si todo fuese programado para ser correcto no habría esencia, ¿verdad?