Ángel de la muerte

24

Capítulo 24: Rastros celestiales de un alma pura

 

 

Eder

Me carcome la impotencia al no tener la capacidad de ver.

Lo he recordado todo. He recuperado mi verdadera identidad, pero ellos han tomado mi vista.

Me tropiezo con algún obstáculo y caigo de frente, golpeándome con un pedazo de cemento que logro distinguir al palpar mi alrededor con mis manos. De pronto, siento que he chocado con algo más, se remueve y me doy cuenta de que es una persona. ¡Una ayuda! He estado perdido durante horas, justo cuando sucedió todo.

Me siento inservible. Ahora, mis ojos son sólo dos piezas oculares disfuncionales controladas por los behemorth.

—¿Eder? —el tono sutil de Alex me hace saltar buscándola con mis instintos faltantes, pero no puedo hallar su procedencia—. Estoy aquí —susurra y toma mi mano mientras mis cejas se encuentran en la nada.

—Alex...

—¿Qué hacemos en el cementerio? ¿Cómo llegamos aquí? —inquiere con su voz trémula.

Yo también estoy asustado.

No quiero haber perdido la última oportunidad de verlos... de verla.

—¿Qué sucede, Eder? —al parecer, ha notado las cataratas en mis iris—. Dios... —jadea con sorpresa mientras asiento, cabizbajo—. ¡¿Qué te han hecho?! —suena desesperada cuando percibo el tacto cálido de sus palmas en mis mejillas, en busca de mi mirada perdida.

—Esto es lo que ellos hacen, Alex. —Suspiro y me dejo caer sobre las hierbas picosas que rodean la tumba—. “La lámpara del cuerpo es el ojo…” —cito al recordar aquel libro—. Los demonios apagan tu fuente de luz antes de sumergirte en su tiniebla y tenerte entre sus manos. Te encierran en un frasco al que llaman Crux… El nivel de pureza del corazón de cada uno determina cuántas deidades se requerirán para doblegarte, para destruirte... —inhalo hondo y acoplo voluntad—. Esto sucederá con todos. Así seguirán tomando posesión de los humanos.

Et allër deu Crux… —la escucho susurrar en la lengua antigua—. Eso es lo que significa…

Soltar de mi interior lo que llevo guardado con un candado desde hace tiempo me hace sentir más ligero.

—¿Cómo llegaste tú aquí, Alex? —pregunto al notar que el ángel no está cerca.

Es tangible en el aire los sentimientos de los dos cuando están juntos.

—Verás... —se deja caer a mi lado, lo percibo por el ruido que hace y el roce de nuestros hombros—. Tuve una visión con una mujer que repetía una y otra vez las mismas palabras... No sé cómo llegué a estar sobre aquella pilastra, pero perdí la consciencia a medianoche. No recuerdo más nada… —recuesta su cabeza en mí y cierro mis párpados a sabiendas de que es inútil tenerlos abiertos. Siempre da el mismo resultado: negrura—. Lamento no haberte protegido, Eder. Debí hacerlo y, por favor, no lo niegues... Me centré sólo en mi dolor y fui egoísta. —Una lágrima que resbala en sus mejillas deriva en mi piel, así como muchas más que continúan en caídas paulatinas.

Lo sé por mi tacto, por mi audición.

—Pero volviste ¿no? Deja de condenarte y sigue adelante, Alex, o serás tú tu propio límite; eres más que un baúl con recuerdos dolorosos. Sólo sigue.

Después de unos minutos, ella habla:

—Yo debería ser quien te aconseje de esa forma. Me dejas mal, Eder. —Oigo cómo esboza una sonrisa y su corazón deja de bombear con tantas fuerzas. Lo sentía atravesando mi piel.

—Tal vez mi alma es vieja y la tuya muy jovial. —Curvo mis labios y llevo mi mano a sus cabellos para sacudirlos, despeinándola.

Luego de unos minutos mientras sentimos el frío que cala mis huesos, la chica de cuencas mieles vuelve a hablar.

—¿Cómo sabes todo eso, Ed? —no hay escrúpulos en sus palabras. Ha sido franca.

Lo sopeso durante unos instantes antes de contestar.

—Dicen por ahí... que, a veces, es mejor vivir en la ignorancia.

Ella asiente contra mi antebrazo.

—Estoy de acuerdo con eso.

Seguido, besa cada uno de mis párpados abrazándome.

—Lo lamento —murmura con la voz quebrada.

El silencio nos acompaña con tenues rayos del sol que apenas siento debido a las temperaturas bajas del medio.

A mi mente llega ella, Karissa... Todo lo que ha vivido ha quebrantado mis esquemas. Es ahí cuando elevo oraciones al cielo. Quiero acercarme, apoyarla; pero nunca comprenderé lo que ella tuvo que traspasar.

Aún puedo memorar la sangre entre sus muslos y las lágrimas secas de sus pómulos, su tez pálida, su ropa desprolija, su piel rasguñada y el temblor incesante de su cuerpo. Gracias a aquel imbécil ella ha perdido la confianza y valor para comunicarse, para expresarse... Aún hay dolencias y cicatrices grabadas en su interior que no pueden ser, de forma humana, sanadas.

En su mirada todavía quedan vestigios notorios de su aflicción y del sufrimiento que la arrojó a aguas profundas donde continúa ahogándose.

Y yo no puedo interferir… sus miedos no lo permiten.




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