Ángel de la muerte

25

Capítulo 25: Lo que se oculta detrás del velo

 

 

Haniel

—¡Alex! Contéstame, por favor —ruego, y se inundan mis lagrimales al sentir que me ahogo.

Mi cuerpo ardió a sabiendas de que ella sufría, y ahora la sostengo entre mis brazos en un intento de apaciguar los espasmos que provoca la colosal laceración en su pecho. «¡Si tan sólo hubiese estado aquí!», me reprocho al percibir el escocer de mis adentros y la llama que se enciende con furia.

No puedo dejarla morir.

»Luciérnaga... despierta... Vuelve a mí. —Me quebranto al hundir mi rostro en la curvatura de su cuello y dejar caer gotas en el contorno de sus pómulos. Descanso mi frente sobre la suya—. No es tu momento, pequeña, no ahora... Haz algo, dame una señal de que sigues conmigo.

Ha cerrado sus párpados y su tez ha palidecido, sus cabellos sudados se han adherido a su piel y la gelidez de su tacto disminuye las posibilidades de obtener algún índice de vida.

La cubro con mis alas sosteniéndola entre mis brazos al repartir besos a lo largo de sus mejillas... Necesito que despierte, alguna reacción de su cuerpo inerte y lánguido, que está renuente a regresar.

Gruño con fuerzas y sollozo en su pecho embargándome con la sensación mortífera que deja sobre mí la agonía de sentirla cada vez más lejana, cada vez más imposible. La lluvia cae desde las nubes y diluye las esperanzas restantes, quitándome el atisbo de fe que aún permanece allí, en la parte que ella ocupa de lo que soy: mi alma.

No, ¡me niego a que termine así!

—¡Detente! —vocifero hacia el firmamento—. ¡Basta con el sufrimiento, el dolor; basta con quitarle su felicidad! ¡Ella no lo merece! —doy profundas respiraciones en busca de ralentizar el frenesí que me tiene arremetido, sumido en una abstracción donde entablo una discusión con Él—. Déjala en paz, y me entregaré, Padre. Muéstrame que estás con ella, por favor. —La estrecho y aspiro su aroma singular, impregnándome con su esencia. Su aura continúa apagándose—. ¡Declárame lo que desees! Yo... —trago en seco y aprieto mis párpados al dejar ir lágrimas saladas en mis pómulos—. Te lo entrego todo... sálvala. La amo.

El anillo que le he entregado como promesa se vuelve fúlgido y reluciente cuando entrelazo mis dedos con los suyos, y rozo con suavidad sus labios mientras siento la vibración a través de nuestro contacto, que reparte chispas hasta mi corazón.

Delineo su mandíbula y vislumbro la pesadez de su semblante sintiéndome decaído por su notorio malestar, del cual no tomé cuidado. Trazo cada rasgo de su mohín demacrado, enardecido por dentro sin conocer qué hacer, o cómo orar hacia Ciel. Una bruma se ha asentado sobre los dos y lo único que puedo captar es las corrientes sutiles que deja mi pecho sobre el suyo, desfallecido y ensimismado en óbito profundo.

—¿Me permites? —la voz de Gabriel me saca de mi ensimismamiento y, con el rostro humedecido por la tormenta, muestro la figura sibilina de Alex bajo mis alas.

Él se acuclilla a su lado, y recuesta su mano sobre el espacio que aún suelta borbotones de sangre al dejar un rastro extenso de carmín a lo largo del herbazal.

La herida comienza a sanar mientras las manos del chico brillan de tonalidad dorada y dejan destellos lumínicos en el espacio invadido. Su cuerpo se cristaliza y las piezas se unen como si se tratase de vidrio reparándose por sí solo, que vuelve a surgir.

Mi pecho salta con las emociones contenidas en él y la súbita conexión que se forja con ella en mi mente. Parte de ella se afianza a mí, y sé que aliento de vida vuelve a adentrarse en sí devolviéndonos la luz que opaca a la oscuridad de todos. Sus pestañas aletean y tose constantes veces incorporándose con torpeza, reclinándose en el espacio de mi torso, donde su mano también descansa.

Reparto caricias castas sobre las hebras de su cabello y veo a Gabriel alejar su mano, también sumido en lo que acaba de hacer.

—Y-Yo... —balbucea, pero yo me limito a dedicarle una suave sonrisa sin los dientes, viéndolo trastabillar hacia atrás.

Ya habrá tiempo para hablar de ello.

—H-Han... —musita con voz triturada, magullada por el golpe abrupto.

—Sh... —la siseo y dejo un beso en su frente al sentir cómo se aferra con ahínco a mis brazos—. Estarás bien.

Ella tirita y me percato de los copos de nieve que descienden como indicio de la nueva estación a la que hemos saltado. Los árboles son recubiertos por una fina capa del polvo níveo que avanza con su declive.

Estamos bien.

—Te llevaré a casa, amor.

Su voz envuelve con candidez mi interior.

—Cariño, yo ya estoy en casa.

Oculto mis alas al estar frente a la cabaña y ver el rostro alertado de Karissa. La ceguera de Eder no le permite notar lo que sucede ni lo que se llevó a cabo las horas previas. Mi cuerpo se siente más tranquilo ahora y mi mente más despejada al sincronizar los latidos con Alex.

Ella está bien, y eso es todo lo que preciso.

Asciendo por las escaleras; nadie profiere nada, incluso al vislumbrarnos cubiertos de sangre y percibir el olor metálico. Todos permanecen acallados, y sólo Gabriel me sigue los pasos aún consternado.




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