Ángel de la muerte

31

Capítulo 31: Los primeros hijos del Edén

 

 

Karissa

Han pasado horas y Haniel ya ha arribado junto a Alex y Eva. Todos llegaron con rostros consternados y nerviosos. En especial, la pareja. Me mantuve atenta a cada uno de sus movimientos... estaban tensos.

La noche ha vuelto a caer en Paradis, y yo continúo en el mismo sitio mientras estoy algo abrumada por la densa oscuridad que rodea el bosque. Me incorporo y me adentro a la casa encontrándome con la imagen de Eder, quien rodea con ahínco a Raziel al danzar con suavidad sin música en el exterior; sólo allí, sumidos en su burbuja tranquila y embargada en cariño. Lo puedo sentir desde aquí.

Me adelanto en silencio introduciéndome en el pasillo que me lleva a la habitación que me han conferido. Me recuesto en la cama al hacerme un ovillo.

Minutos después, la puerta hace el sonido de que ha sido abierta.

—Riss. —La voz singular de Ed me sobresalta y me levanto quedándome en el borde de la litera, observándolo en el marco—. Te esperaba... creí que querrías estar sola —musita con las manos dentro de sus bolsillos delanteros, moviéndose hacia mí. Cierro mis párpados e inspiro aire extendiéndole mi dorso.

«No es más fuerte que yo» repito en mi mente y elimino los pensamientos amargos que me embaucan.

Él lo toma cuando pongo la mano sobre la suya, ya que no puede verla, y yo lo halo hacia mi lado. No lo suelto; reitero que no es él, que Ed quiere verme feliz, que él es un sostén para mantenerme firme en la realidad; que, a pesar de todo, él quiere que aprenda a valerme por mí misma.

Él no es Frederick.

—¿Sigues aquí, Karissa? —emite y levanta sus comisuras. Imito su gesto al sentir la transferencia de calidez de su cuerpo.

Él es de esas pequeñas luces que fueron enviadas para alumbrarme en la penumbra. Le neblina se torna más ligera con él a mi lado, con los demás.

—Por fortuna, aún sigo viva —digo al esbozar una sonrisa sincera.

La primera de muchas próximas.

—Te oyes bien —susurra.

—Es porque estoy con ustedes.

—Te equivocas, Riss… —acaricia mi pómulo con su pulgar—. Te oyes radiante porque has dado un paso más por ti misma. —Mi ceño se arruga y él eleva nuestras manos entrelazadas—. Gracias por no soltarme —farfulla al notar que mi temor ha sido apaciguado con mi voluntad.

—Nunca lo haré. —Reclino mi cabeza en su hombro, y me relajo aún a sabiendas de su verdad—. ¿Raziel...? —él ríe interrumpiéndome y le da un apretón sutil a mi mano. Posa sus iris marrones en algún punto perdido.

—Karissa, yo... —exhala y desvía el rostro, algo rosáceo—. Yo... tengo muchísimos años, créeme. Raziel es una vieja amiga que conocí en el Principio. —Mis cejas se entrecruzan sin comprender su último enunciado.

—¿Quiere decir que...?

—Sólo es mi amiga, una buena amiga —explica al unir su frente a la mía.

Sin querer hacerlo, mi pecho comienza a batirse por sí solo y bombea con frenesí a cada parte de mi anatomía. Sus ojos ciegos, de manera repentina, irradian un fulgor particular que me embelesa al cristalizar los míos. Siento mi pecho comprimido por el sentimiento que ha acrecentado en mi corazón por su amistad, por su esencia, por quién él es.

Después de tanto tiempo unificados por ramas lúgubres que nos extendió la vida, puedo vislumbrar su rostro de una manera diferente, especial...

—Yo también te quiero, Ed —digo al llevar mis nudillos en el contorno de su cuello. Él no se ha separado de mí.

—No tienes idea de cuán feliz me hace. —Deposita un beso en mi frente al tomar mis mejillas con gracilidad—. No sabes cuánto... —murmura casi rozando nuestros labios.

Las alertas de mi cabeza se despiertan con desesperación, aunque no retrocedo. Lo veo renuente a hacerlo, a dar el paso…

Hasta que se aleja, y siento un gélido frío recorrer mi espina dorsal.

—No estás segura, Riss. —Niega con la cabeza, como si hablase con una pequeña—. No quiero herirte...

—¿Cómo puedes saberlo?

Él transforma sus facciones en un mohín enternecido.

—Sólo hace falta sentirte... puedo notar tus cicatrices recientes, Karissa. —Él deja un beso en la coronilla de mi cabeza y me estrecha entre sus brazos—. Todo sucederá cuando deba, no lo fuerces.

De pronto, oímos la fuerte oleada de la caída de un ser celestial. Nos giramos con rapidez y clavo mis pupilas en Bethania. Ella se aproxima hacia mí e ignora la presencia del chico a mi lado. Me abraza encerrándome con su afecto.

Sin comprender lo que sucede, correspondo cohibida.

Eder comienza a toser con fuerzas y nosotras nos acercamos tomándolo con nuestros brazos; sus órbitas se pintan de la tormenta azabache que atacan sobre sí.

Una onda se desprende su cuerpo con una corriente que nos eriza y aleja.

—Eder, ¡Eder! —vocifero al tratar de acercarme, pero esta vez es más fogosa y me golpea dejándome caer sobre el suelo.




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