Ángel de la muerte

34

Capítulo 34: Ángel de la muerte

 

 

Alex

Caín suelta una onda con su mano que detiene el tiempo.

Los únicos que permanecemos inmunes somos Haniel, Raziel, Karissa, Gabriel, Abel y yo. El penúltimo se zafa de su hermano y posa sus ojos en los míos. Todas las miradas se centran en mí al estar al borde del cristal. Pero hay una que me rompe aún más.

Mi ángel.

—Detén la guerra, Caín. Apaga el Crux y déjalos libres —titubeo y desvío el rostro de los zafiros anhelantes de Haniel.

Caín acata lo que he dicho y provoca que los millones de bestias alrededor del mundo apaguen sus auras sombrías; gritos y alaridos se escuchan en cada recóndito lugar de la Tierra, y entonan una melodía lúgubre que nos muestra cómo los humanos son liberados mientras las prisiones del Inframundo dejan caer sus cadenas y los miles de individuos rehúyen de las ataduras que han puesto sobre ellos.

Lágrimas resbalan en mis mejillas al pensar en lo que pasará, en cómo terminará mi vida, en cómo se sentirá.

Mi familia, mis hermanos... ellos sólo pueden contemplar cada momento con atención. Es desgarrador y lamentable este final.

—¡¿Qué rayos haces, Caín?! —vocifera Abel al tomar a su hermano por el cuello.

Éste sólo desliza una lenta sonrisa en sus labios sangrientos.

—Ella posee el anillo del ángel —musita—. Una parte de Ciel que me permitirá acabar con mi miseria —masculla entre dientes.

—No recibirás perdón de Él, Caín. Estás muerto... tu alma pertenece al Inframundo. —La mirada de Abel lanza dagas a través de ella, los chicos están inamovibles.

—¡No pueden permitirlo! ¡Raziel! ¡Han! —Karissa trata de interferir, pero esto está predestinado.

No lo podemos cambiar.

La mujer voltea hacia ella con un gesto acongojado. Ella ahora lo recuerda, el preciso instante en el que Abel descendió por mí.

—¡¿Acaso no lo sabías, Ed?! —escupe entre lágrimas y lastima mis adentros. La posición que toma Riss frente a Eder es imponente, sólo ignora la presencia de Caín y se centra en él al conectar sus pupilas con fijeza—. Si Alex muere, jamás te lo perdonaré, Eder, ¡jamás!

La reacción de él sólo denota la rotura que sus palabras han provocado en sí, aunque sé que es su miedo el que habla.

Por mucho tiempo, nos hemos resignado a aceptar esta realidad, pero… desde que me percaté que podía cambiarla, no vacilé en hacer lo que debía para salvarlos.

No había opción. Esta vez no.

«Pequeña, ¿qué haces allí? Estás arriesgándote... No lo hagas, por favor. La eternidad nos espera, luci… lo prometiste», dice en mi mente y rasguña las incisiones recientes en mi interior.

Su vista se ha vuelto vidriosa, y su mohín desolado me desmorona.

«Tengo que hacerlo, Haniel», respondo al evadir la súplica en su tono.

No puedo doblegarme.

«No me hagas esto… No te lleves mi alma contigo», ruega.

Pero a mí sólo me quedan unas últimas palabras que decir.

«Tú también eres mi krigstel, amor. Ae dram mae anyel. Más que a nadie...».

Un segundo después, mi cuerpo cae al vacío.

Haniel

—¡No!

Me elevo por Alex, en busca de la mujer que amo.

Mi anatomía se siente débil, pero mi voluntad es más fuerte. Ignoro los llamados de los demás reteniéndome; no puedo dejarla caer. No sobrevivirá si toca fondo. Quiebro la cúpula y desciendo moviéndome entre los halos purpúreos que rodean el monasterio al ver cómo ella continúa en un declive interminable.

Mi pecho enardece cuando no la puedo alcanzar, cuando cada vez la siento más lejos, cuando su rostro se torna más borroso ante mi visión.

Hasta que escucho el estruendo.

—¡Alex! ¡No!

Aumento mi celeridad y topo el suelo cubriéndome. Me adelanto hacia ella y la rodeo con las alas níveas abrazándola, asiéndome de la idea de que pueda vivir, de que sus párpados se abran otra vez, de que las heridas repartidas en ella podrán curarse.

Ella debe vivir. Mi luciérnaga no puede apagarse.

La remuevo en busca de indicios de aliento, busco su pulso, toco su piel helada y, de alguna manera, ese frío gélido me abrasa a mí también con la incertidumbre, el miedo y el anhelo de que ella esté bien.

Pero sólo son vagos deseos que no superan más que la ficción.

… En esta noche invernal de diciembre, Alex fallece entre mis brazos.

—No... pequeña, no… —me anclo a ella al soltar sollozos. No hay latidos, no hay sincronización en nuestras palpitaciones, no hay vestigio de anhelo en mí. Todo se ha ido con ella—. No te apagues, luci, por favor... vuelve a brillar.

Los pasos rápidos a mis espaldas me hacen percatarme de que los chicos se hallan allí. Con rastros de nieve y copos que caen sobre su rostro, Alex ha dejado de respirar, y yo también.




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