Ángel de sangre

Capítulo 3. Un día arruinado

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Un día arruinado

 

Los minutos que restaban para llegar a la casa los gastaron en constantes cambios en la radio, un pobre intento por encontrar algo más que la estática desoladora provocada por la tormenta. Aiken evitó hacer cualquier comentario para apartar la mano de Jack de los botones. Era obvio que ningún canal serviría, ¿por qué se molestaba en intentar?

Aunque no lo aceptara, la respuesta era bastante fácil: los apabullantes nervios no le permitían pensar.

Igual a una retorcida coincidencia, una vieja canción de jazz comenzó a reproducirse al mismo tiempo en que percibió las luces encendidas de su hogar. Con la mano temblorosa, apagó el auto. No se consideraba una persona supersticiosa pero aquella situación lo tenía con los nervios de punta.

—Uh… ya llegamos —murmuró Aiken, guardó las llaves en la bolsa de su pantalón—. Supongo que… ¿deberíamos llevarlo a la casa también?

—Creo que eso sería lo mejor. —Asintió Jack—. Si es que sigue vivo —susurró para sí mismo, pero Aiken lo escuchó.

¿Y si en verdad estaba muerto? Los crímenes no se trataban con una pequeña sanción o advertencia, sino que tenían fama de tratarse de castigos casi inhumanos. Los reguladores creían que, para mantener el orden, debían sancionar cualquier quebrantamiento a las leyes. Fueran pequeñas o grandes, terminaban con la muerte o el exilio. Y, maldición, Aiken no quería morir aún.

Abrió primero la puerta de la casa para tener el camino libre, así sería más sencillo para ambos la entrada, ¿o tal vez debería decir los tres?

—Vamos.

Subió de un salto a la parte trasera. Se encargó de despejar una de las puertas y de tomar los brazos del hombre mientras, desde abajo, Jack lo ayudaba con los pies. Aun con toda la culpa que lo inundaba, no podía evitar sentir cómo la adrenalina se expandía en su cuerpo.

Bajó con esfuerzo, a punto de perder el equilibrio en más de una ocasión. Poco después se dio cuenta de que era aún más difícil cargarlo para subir las escaleras que conducían a la puerta de entrada. El esfuerzo aumentó al tener que dejarlo en una posición decente en el sofá para dos que estaba en medio de la enorme sala.

—Te dije que estaba desnudo. —Fue lo primero que dijo Jack en un pobre intento por romper la tensión que se había creado.

—¿Sabes encontrar el pulso?

—¡Por supuesto que no! No estudié nada de primeros auxilios.

Con el cuerpo tembloroso, Aiken acercó dos de sus dedos a las sienes del chico, al que no había visto con atención y tampoco quería hacerlo. No quería ver en sus sueños el rostro de alguien a quien había matado.

—¿No era en el cuello? —apuntó Jack con la cabeza ladeada—. En las viejas películas siempre hacían eso.

Aiken gruñó por lo bajo. ¿Por qué no lo hacía él si tenía por lo menos una pequeña idea? Con la poca dignidad que le quedaba, paseó sus dedos por el cuello ajeno con la esperanza de encontrar algo que le sirviera de ayuda, pero no había nada. Absolutamente nada.

—Prueba con su respiración. —Alentó Jack—. Solo acerca alguno de tus dedos a su nariz y si sientes…

—Tampoco soy estúpido —espetó pero hizo lo que le decía. Y entonces lo sintió, unas pequeñas cosquillas en sus dedos que le confirmaban su salvación—. ¡Sí respira! Como si estuviera dormido.

—¡Sigue vivo! —gritó emocionado. Qué bien. No tuvo que abandonar a Aiken—. ¿Ahora qué hacemos? ¿Deberíamos vestirlo?

Aiken se giró a mirar al desconocido, ahora dispuesto a observarlo con más cuidado. Lucía como alguien joven, incluso más que él, tal vez de la misma edad que Jack. Su cabello era castaño y caía como una pequeña cortina que le protegía parte de los ojos. Ahora que había dejado de lado la histeria, podía ver cómo su pecho se levantaba con una respiración acompasada.

Era demasiado delgado, al punto de que las costillas sobresalían de su abdomen, lo que sorprendió a Aiken, ya que no parecía tener ninguna herida seria además de algunos rasguños repartidos en todo su cuerpo.

Pero sin duda, fue su rostro lo que más lo fascinó: poseía unos rasgos demasiado hermosos como para ser un humano. Los labios agrietados, las mejillas hundidas y unas profundas ojeras que saltaban a la vista aún si tenía los ojos cerrados, no impedían el que pudiera encontrar un poco de atractivo en él.




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