09
Delirios
La situación con Levi solo había vuelto al comienzo. Las acusaciones de Aiken no hicieron más que empeorar el estado de ánimo del más joven de ambos. No salía de su habitación a lo largo de todo el día, ni siquiera para comer y al encontrarse con Aiken en el pasillo, tampoco le dirigía la palabra.
Parecía haberse autoimpuesto un encierro de nuevo, en el que salía sin que nadie se diera cuenta y donde se refugiaba en su dolor y desesperación. Las palabras de Aiken fueron tan duras como lo eran los castigos que recibía en su niñez y afectaron a Levi más de lo que cualquiera esperaba.
Algunos días después, Aiken apareció en su cuarto a media noche con el rostro pálido y una mirada llena de preocupación. No lograba recordar cuánto tiempo había pasado desde la última vez que hablara con él. Pudieron haber sido meses y Levi ni siquiera lo sabría.
No tuvo la necesidad de intercambiar un saludo inicial porque estaba seguro de que Aiken quería disculparse con él. Sin embargo, las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. No podía encontrar una excusa por la razón que originó su paranoia y decidió cambiar de tema.
—A partir de hoy habrá más personas por aquí —explicó. Su voz era temblorosa y movía las manos con evidente nerviosismo—. No estoy seguro de poder ocultarte por más tiempo y si ellos te encuentran causarán problemas. Problemas que no podría arreglar.
—¿Quieres que me vaya?
La mirada de Levi ya no reflejaba curiosidad, sino un desinterés frío y, con certeza, apático. Aiken no pudo evitar que el malestar lo invadiera. Era su culpa que Levi se sintiera de esa manera gracias a las palabras que le escupió sin pensar.
—Puedo hacerlo si eso quieres, no sería problema para mí tomar otro lugar y asesinar a alguien. —Su molestia no tardó en salir a la luz al fruncir el ceño y por fin posó sus ojos sobre los de Aiken—. O podrías entregarme tu mismo. Tal vez podrías conseguir un poco de dinero para compensar todo lo que no te entregan en tu patético empleo. Así no serías muy diferente a tus temidos demonios y tal vez aprendas un poco de humanidad.
Aiken se congeló en su lugar y pareció volverse aún más pálido ante la mención de cosas que Levi no conocía. El pago que recibía era pobre, y un poco innecesario ya que tenía muchas facilidades gracias a la herencia de su familia. Además, a pesar de que las colonias trataban de continuar la antigua economía humana, en su colonia actual no podía encontrar muchas cosas en las que gastar su dinero.
—No haría nada de eso —balbuceó—. Quería advertirte, tal vez si tenemos cuidado, pueda mantenerte oculto.
—¿Por qué me ayudas? —expresó la pregunta que rondaba en su cabeza desde el primer día y que, al igual que cuando la formuló antes, Aiken no respondió.
—Podrías dormir en mi habitación si así quieres, tiene una puerta directa al baño y podrías ahorrarte el baño, también me encargaría de lleva rte el desayuno y…
—Solo es una prisión bonita —murmuró para sí mismo, inaudible para Aiken. Elevó su voz para que lo escuchara con claridad—. Puedo cuidarme yo solo.
Hasta ese instante, Aiken logró mostrarse aliviado y un poco más tranquilo, así que suspiró con algo parecido a la alegría. El desazón aún le dejaba un mal sabor en la boca, pero no había manera de evitarlo. Comprendió que desde que aceptara a Levi, su vida sería un torbellino de emociones permanente.
—Está bien, supongo.
Con una pequeña sonrisa, se dio la vuelta para poder ir a descansar un poco antes de tener que organizarse con los chicos nuevos al día siguiente. Se detuvo en cuanto sintió que algo sujetó su brazo con fuerza y al prestar atención, cayó en cuenta de que Levi se había acercado en algún momento y lo miraba suplicante.
—¿P-podrías estar… Quedarte conmigo por hoy? —Sus balbuceos sin sentido parecían volver si se ponía nervioso.
Aiken acrecentó su sonrisa amable y después de agitar el cabello de Levi en un involuntario gesto de cariño, se dispuso a acomodar algunas cobijas en el suelo para que le resultara cómodo.
—No hay problema.
Las semanas siguientes fueron las más difíciles para Levi. Al estar encerrado contra su voluntad no debía ocultarse de nadie para evitar problemas; ahora tenía que cuidarse de la mirada de cualquiera. Un desliz, y sus errores le provocarían la muerte.