12
Si quieres paz, prepárate para la guerra
—¡Quédate quieto, maldición!
Levi se inmovilizó de inmediato, tal vez si no obedecía a Xero sería golpeado o, algo peor: golpearía a Aiken. Mantuvo los brazos rígidos a sus costados, tamborileaba los dedos sobre las piernas, trataba de resistir el impulso de continuar frotándose la espalda. Ya había soportado algunos días la molestia que ésta le provocaba.
—No haré nada por el estilo, niño —dijo el pálido con el ceño fruncido y Levi se estremeció. Desde que él y Aiken se enteraron de Yannik y Xero podían penetrar en sus mentes y escuchar cualquier cosa, se sentían realmente incómodos.
—Esta picazón es molesta. —Se quejó. Abultó sus labios como lo haría un niño pequeño que trataba de apelar al lado bueno del demonio. Algo imposible, lo aceptaba.
—Debes lidiar con ella. Yannik tuvo que hacer aún más cosas y nunca se quejó. —Presumió como lo hacía desde que Levi aceptó conocer sobre los futuros cambios que se avecinaban para su cuerpo.
Porque sabía que no valía la pena, refunfuñó el más bajo de todos, a sabiendas de que Xero podía escucharlo. Y tenía razón, todas las molestias e incomodidades que tuvo los primeros meses al convivir con el pálido, fueron soportadas en silencio. Siempre tuvo miedo de que se lo comería vivo si cuestionaba la ortodoxa manera de aceptarlo en su difícil vida.
—Creo que prefiero la ayuda de Aiken, él es gentil.
—Él es débil. —Lo corrigió Xero—. Si es amable con todos, terminará muerto en cualquier momento. Es fácil aprovecharse de él.
—Hablas como si ya lo hubieras hecho —remarcó Levi y elevó una ceja ante la obviedad de Xero, quien solo se encogió de hombros a modo de respuesta.
Yannik suspiró, sabía que no avanzarían nada. Decidió levantarse de la silla de ruedas que pertenecía al escritorio de Aiken y salió del pequeño estudio. Xero lo observó desde el suelo y trató de ocultar su ligero brote de preocupación.
—Revisaré si los alrededores son seguros —gritó desde algún lugar en la enorme casa. Demostraba que conocía mejor al pálido que, incluso, él mismo.
—De verdad, ¿desde cuándo están juntos? —dijo por lo bajo Levi, con un poco de miedo de que Yannik lo escuchara.
Xero se limitó a observarlo y, al igual que un animal molesto, le gruñó al joven. —Eres igual de cotilla que Eerior. Tal vez deberías pasar menos tiempo con él.
De un momento a otro, el demonio había desaparecido. Dejó a Levi más confuso de lo que estaba el primer día en el hogar de Aiken. Con un suspiro, él también se puso de pie y se dirigió al baño, deteniéndose de golpe al encontrarse con un espejo en la habitación del pelinegro.
No sin un poco de nerviosismo, avanzó entre la ropa sucia que estaba esparcida a lo largo del suelo. Era la primera vez que observaba su reflejo después de estar tantos años en cautiverio. En la última ocasión en la que logró verse a sí mismo no era más que un niño. Alguien que creía tener toda una vida por delante, en la que podría decidir sobre su futuro.
Si era sincero, no le importaría tener una vida normal aun si eso significaba dejar a Aiken. Tal vez habrían crecido juntos si nunca hubiera desaparecido y ahora serían cercanos sin necesidad de que el humano tomara riesgos todos los días por protegerlo. Tal vez, pensó, sería mucho más fácil.
Suspiró con pesadez. Conocía a la perfección su realidad actual y, lo más importante: no podría cambiar de ninguna manera. Asegurándose de no postergar más lo inevitable, levantó la mirada y se encontró con un extraño devolviéndosela.
Sostuvo frente a él un pequeño mechón de cabello, cayó en cuenta de que lo tenía que cortar algún día si no quería que sus ojos terminaran cubiertos por completo. Abrió y cerró la boca para asegurarse de que no era una ilusión lo que se presentaba frente a él, y al caer en cuenta de que no era un sueño, procedió a tratar de examinar su espalda.
Se quitó la camisa blanca que Aiken compró para él hacía un tiempo. Al lanzarla al suelo, se aseguró de poder diferenciarla de todas las demás. Si algo había aprendido del humano, es que la palabra organizado no encajaba en ninguna de sus cualidades.
Con sus manos, localizó sin problemas la protuberancia que ya era familiar para él, aunque había algo más extraño en ese momento: si no comenzaba a perder la cordura, parecía crecer según pasaba el tiempo. Frunció el ceño al encontrar un punto negro sobresalir de sus omóplatos y lo sacó sin dificultades.
Una pluma negra, idéntica a la que Aiken alguna vez había visto, se posaba sobre sus dedos con suavidad.