Ángel de sangre

Capítulo 22. Dame almas y llévate lo demás

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Dame almas y llévate lo demás

 

 

Siempre había pensado que la nieve era inconcebiblemente hermosa. A diferencia de su abuelo, que solía compararla con la muerte. Solía compararla con una vida que se desvanecía poco a poco en la vaga mirada del involucrado, sus extremidades perdían movilidad y al final todo era como un copo de nieve: cayendo, cayendo, cayendo… Aiken creía que las nevadas no eran nada más que una promesa. Una promesa que aseguraba un futuro brillante, limpiando todo a su paso mientras se derretía y trayendo alegría con su caída. Sí, podía significar muerte, pero también esperanza.

Nunca creyó ninguna de las escalofriantes historias que le contaban cuando era niño, manteniéndose siempre firme en la creencia de que las personas no podían ser tan temibles. Que la esperanza nunca podría perderse. Para él, el negro y el blanco tenían una clara división que impedía cualquier mezcla.

Se equivocó.

Estaba tan malditamente equivocado que no encontró más razones para contradecir ninguna palabra más de su querido abuelo.

Al final, aun con la llegada de la nieve, su mundo se mantenía oscuro. Hundido en una sombría desesperación que no tenía cabida a un sentimiento tan absurdo como la esperanza, consiguió comprender el verdadero peso de sus acciones. Había arriesgado todo por Levi pero, ¿qué quedaba ahora? El propio chico se entregó sin permitir que nadie lo ayudara, a sabiendas de lo que podría sufrir después. A pesar de que no lo aceptara, aún conservaba en sus brazos el cuerpo carente de vida de Cassia.

Durante las insondables horas que siguieron a la desaparición de Lennix, Aiken no se movió de su lugar. Todavía abrazando el cuerpo inerte de su hermana —el cual mantenía los ojos abiertos en una dolorosa incredulidad, con un río de sangre cruzando la mitad de su rostro a partir de la frente—, miraba con fijeza algún punto en la lejanía, sin pensar con claridad o siquiera conseguir formular una palabra.

—Debemos marcharnos —escuchó a alguien a lo lejos pero, ¿quién podría ser? Sabía que no estaba solo y que debía escapar de algo que lo perseguiría hasta la muerte, lo sabía. Pero no podía pensar nada en ese momento. Lo único que su mente captaba, era la molestia que podría causarle a Cassia si la soltaba—. Aiken. Tenemos que irnos de aquí.

En su campo de visión, pronto se encontró con la cálida mirada color chocolate de un chico de mejillas regordetas.

—Tienes que dejarla ir, Aiken —como única respuesta, apretó contra su pecho la frágil figura de quien lo protegió alguna vez mientras negaba frenéticamente—. Suéltala, anda.

De igual forma que las palabras anteriores, éstas se escucharon amortiguadas, sin ganarse la atención completa del pelinegro. Posando la vista en el suelo, encontró una mancha que no había estado la última vez que limpió y en un intento desesperado, utilizó su propia mano para borrar esa marca. El contacto con la sangre seca fue lo único que lo devolvió a la realidad, sintiendo en la mitad del rostro una suciedad desconocida antes de dejar a Cassia recostada en el suelo con extrema delicadeza.

—Límpiate —Xero le arrojó un pedazo de tela remojado, el cual aprovechó para pasárselo por el semblante, evitó prestar atención en el tinte rojo que comenzaba a adquirir el paño.

Pronto, Yannik volvía a acercarse a él, esta vez sin obtener una negativa de Aiken al tomar a Cassia entre sus propios brazos. Levantándola con sumo cuidado, la llevó al otro extremo de la sala de estar, junto a lo que parecía ser otro cuerpo.

—No podemos dejarla ahí —replicó en cuanto se dio cuenta de que el más bajo los cubría con una sábana—. Puede despertar en cualquier momento, ¡levántala! ¡Ella está bien, y va a despertar!

—Está muerta —lo cortó Xero sin apenas dirigirle una mirada. Estaba demasiado ocupado en guardar una serie de instrumentos de cocina como para hacer reaccionar a Aiken con palabras amables.

A pesar de la brutalidad de aquella frase, Aiken dejó que Yannik continuara con lo que hacía, al ver cómo Jin salía de una habitación sosteniendo un pequeño bulto entre los brazos, luciendo claramente desfallecido. Decir que su semblante era horrible, sería poco.

Era la primera vez que mostraba su verdadero aspecto, aunque no conseguía intimidarlo como lo habría hecho en otras circunstancias. Las líneas alrededor de los ojos eran más marcadas que en el rostro de Xero; en sus orbes, la pupila se había extendido hasta inundarlos del negro más profundo y su cabello ahora se mostraba sin ningún color alegre. Para sorpresa de Aiken, de su espalda no brotaba ningún par de alas ni había muestras de que sucedería.




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