Ángel de sangre

Capítulo 28. El ermitaño dentro de una cueva

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El ermitaño dentro de una cueva

 

 

Su piel escocía debajo de la extraña ropa que Yannik lo obligó a vestir. Aunque el cuero negro amortiguaba los golpes, no era capaz de moverse tan rápido y ágil como lo era Xero con el arma de madera que tomó al comienzo del entrenamiento. Sintió el aire agitarse a su alrededor y las enormes alas del pálido entraron a su campo de visión.

—¡Hey, Xero, detente!

Tal y como lo deseó durante las prácticas, Yannik intervino. Se detuvo frente a Aiken con el ceño fruncido y solo hasta entonces se dio cuenta de que no estaba molesto con Xero. El más bajo le quitó sin delicadeza la espada de madera —no era más que un palo repleto de astillas que le causaba dolor incluso al tomarlo— y la lanzó hacia el lugar más alejado de la enorme sala. El objeto se elevó un par de metros y cayó con un estruendo al romperse en mil pedazos.

A veces olvidaba que Yannik no era humano por completo.

—¿Qué estás haciendo? —espetó el híbrido, aunque en su voz poco quedaba de Yannik con el que vivió durante meses—. Cualquiera te habría aniquilado desde que pusiste un pie aquí, ¡no puedes solo quedarte en el suelo! Tienes que seguir vivo cuando Lev vuelva con nosotros.

Lo último solo fue un susurro que Aiken escuchó con esfuerzo. Bajó la mirada y sus ojos se encontraron con el mismo pantalón roto de hace un par de días. Había hecho lo mismo con la mayor parte de sus prendas después de que cayera por las escaleras y el vendaje le entorpeciera los movimientos. Todos le aseguraban que su rodilla no sanaría jamás, por lo que correr largas distancias o incluso estar de pie durante largo tiempo, estaba descartado.

Tal vez necesites una de esas sillas que utilizan los humanos, fue lo que le dijo una de las amables chicas que se encargaban de su curación.

Por fortuna, luchaba contra todos los pronósticos: la fractura en su brazo sanó en cuestión de semanas y su pierna comenzaba a recuperar la movilidad después de algunos meses. No lo decía en voz alta pero el dolor aún era insoportable cuando tomaba las hierbas que adormecían sus sentidos.

Nada de eso le importó a Yannik cuando lo arrastró hacia la enorme sala de entrenamientos que utilizaban los duṣṭa para practicar sus mortales habilidades. Habló con Xero y ambos acordaron que necesitaba con urgencia un poco de conocimientos sobre combate o no valdría de nada el día en que salieran de nuevo. Se resignó a las sesiones diarias que lo dejaban exhausto y a las continuas tareas que lo mantenían ocupado la mayor parte del día.

—¡Eh, Aiken!

Se enfocó de nuevo en la mirada molesta de Yannik, pero para entonces ya era demasiado tarde. Xero agitó sus alas en un movimiento furioso y de un momento a otro estaba a su lado, la larga espada de madera se apretaba dolorosamente contra su cuello.

—Sigues ignorando lo más sencillo, idiota —exclamó el pálido antes de apartar con brusquedad su improvisada arma—. ¿Estás seguro de que quieres pelear con uno de los hombres de Lennix? Porque ellos se desharían de ti en segundos. ¡Nadie podría ayudarte!

La enorme puerta que aislaba los sonidos del exterior fue abierta por Jared. El duṣṭa parecía incómodo con algo cuando aceleró su caminata para acercarse a Yannik. Tardó unos minutos en llegar al centro de la sala gracias al increíble tamaño de ésta.

Alrededor de veinte metros eran adornados por nada más que rocas y extrañas plantas amarillas que se extendían en todo su largo y ofrecían un poco de color al sitio. La cúpula se trataba de una piedra tan oscura como lo era el vacío que ocultaba la entrada al Muro. Según Xero, era la cueva más grande dentro del refugio subterráneo y les permitía practicar sus habilidades con libertad. La llamaban la Sala de Shanlog.

—Hay un lyran buscándote, Yannik —anunció Jared y sus palabras no tuvieron un efecto distinto al de una amenaza de muerte—. Dijo que también quiere ver al chico.

Yannik compartió una mirada preocupada con Xero antes de dirigirse a la salida. Se cuidó de dictar órdenes para que el recién llegado las cumpliera de inmediato.

—Lleva a Aiken con Zaeyir, ya es hora de que conozca un poco de nuestra historia. —Aunque su mirada era dura, no pudo ocultar su inquietud—. Después, que te ayude a cuidar de los niños. Xero… ven conmigo.

No fue más que un destello pero Aiken estaba seguro de que sus ojos reflejaron un poco de miedo cuando se giró a darle un vistazo. De un momento a otro, solo era acompañado por Jared.

—Yannik es increíble, ¿no lo crees? —Jared no apartó la vista de la entrada sino hasta que recordó lo que debía hacer—. Vamos, rayo de esperanza.

Las mejillas de Aiken se tornaron de un rojo intenso al escuchar el ridículo apodo que le habían otorgado las duṣṭa más jóvenes. Lo consideraban una señal de los dioses, alguna especie de presagio sobre el fin de aquella guerra al tener un humano viviendo entre ellos. Él no podía sentirse más estúpido.




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