Ángel de sangre

Capítulo 32. El destructor de mundos

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El destructor de mundos

 

 

La primera colonia no se parecía en nada a como la había imaginado. El aire gélido atravesaba sus huesos en un intento por dejarlo inmóvil, el ambiente era cargado por una cantidad imposible de terror y desconfianza y la gente… Ya no podía decir que alguna vez estuviera habitada. Por unos segundos desconfió de todas las palabras y afirmaciones que Yannik le contara alguna vez.

Los edificios estaban en ruinas, solo sus cimientos confirmaban la antigua existencia de una civilización y los cuerpos esparcidos por cualquier lugar donde su vista se posara, le aseguraban una masacre. Sintió cómo los temblores se esparcían en su cuerpo sin que el frío los provocara.

Aiken nunca fue alguien muy valiente, incluso la palabra le resultaba una broma para describirse a sí mismo pero encontró un poco de serenidad en la estoica mirada que poseía Yannik. El híbrido permanecía en la misma posición, analizaba la situación en busca de una respuesta razonable que le indicara lo que había ocurrido.

—¿Están seguros de que es aquí? —inquirió, su voz resultó un breve susurro que se podría comparar con una corriente de aire—. Todos están muertos.

—No me digas —espetó Xero con el ceño fruncido—. Creí que nos habíamos equivocado.

Aiken gruñó con molestia. Los últimos días, el sarcasmo del pálido era más agresivo y sin sentido que cualquier otra época del año. No se atrevió a preguntar, pero estaba seguro de que tenía algo que ver con el atraco a la colonia abandonada. Con el paso del tiempo, aprendió a descifrar a Xero sin que le costara demasiado pero aún había muchas cosas que no conseguía entender por completo.

Su actitud hacia las decisiones del Muro, eran un ejemplo. Cada vez que Yannik arreglaba un problema, el duṣṭa se limitaba a mirar hacia otro lado. Como si él no tuviera ningún derecho a proteger a su gente. Todo eso no hacía más que confundir a Aiken.

De un momento a otro, estaban de vuelta en la enorme sala donde mantenían oculto a Yax. Zaeyir los miraba con una ceja enarcada, a la espera de que saber lo que habían visto. Aiken tuvo que parpadear más de una vez para comprender que ya no estaban en la primera colonia, sino que volvía a estar a salvo.

—¿Qué sucedió?

Sin darse cuenta, la respiración de Yannik se había vuelto pesada y le resultaba difícil no demostrar un brillo de fiereza y rabia en sus ojos. Estaba molesto, pero Aiken no podía saber la razón. Lo único que vieron fue un lugar desolado, no había nada de qué preocuparse, ¿verdad? Interrumpió sus pensamientos cuando el techo sobre sus cabezas comenzó a desmoronarse.

—Yannik, detente.

Primero cayeron unas cuantas piedras, diminutos pedruscos que no habrían notado aún si lo desearan. Después vinieron las rocas, objetos que alteraron a Yax y provocaron que se pusiera de pie. Por primera vez, Aiken dedujo la razón por la que el dragón no dejaba la cueva. Una de sus alas había sido herida de manera irreparable, tenía una ruptura que casi la dividía en dos, si no fuera por una pequeña membrana.

—¡Vas a derrumbar esto sobre nosotros, idiota!

El animal pareció percibir su mirada cuando liberó un rugido ensordecedor que hizo temblar la cueva de una forma más violenta que antes como una amenaza hacia el joven humano. Zaeyir lo calmó con un simple toque y continuó sus esfuerzos por hacer que Yannik reaccionara.

—Yannik… —El anciano lo tocó con suavidad en el hombro—. Vas a matarnos a todos. Detente.

El híbrido permanecía en la misma posición, aunque ahora apretaba los puños y las venas de su cuello se marcaban. Xero se puso frente a él con el ceño fruncido antes de golpearlo con fuerza en el rostro, enviándolo directo al suelo. Yannik se levantó con esfuerzo, sin molestarse en ocultar su ira y lanzó a Xero hacia uno de los muros sin siquiera tocarlos.

—Tenemos que irnos —murmuró Jared con una marcada preocupación en su rostro—. Hay que sacarlos a todos. Yannik va a…

Yannik elevó la mirada aún antes de que terminaran de hablar, más no lo hicieron los temblores. Se detenían durante algunos segundos y regresaban más violentos que como habían empezado. Nadie tuvo necesidad de decir que el chico no era el causante de aquello y la razón, terrible y peligrosa, se presentó frente a ellos como una verdad absoluta.

—Es Lennix —declaró Yannik, aun con cierta molestia en su voz—. Está aquí.




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