Epílogo
El arte de morir
Jin apartó el mal presentimiento que se formó en su cabeza. Tuvo que respirar con fuerza antes de abrir la puerta frente a él. Movió el cuerpo que estorbaba con una patada y avanzó con parsimonia. Silbaba una canción que había escuchado alguna vez a Cassia cuando evocó el rostro de la mujer sin desearlo realmente.
El recuerdo de la chica aún le afectaba más de lo que le gustaría. Toda su vida se basaba en terribles decisiones y ridículas venganzas por parte de Lennix. Pero ya no. Estaba dispuesto a corregir todos sus errores.
—Debí haber traído algo —murmuró para sí mismo.
No podía recordar la última vez en que visitó ese lugar. Las paredes y el suelo eran recubiertos por un fino cristal, aunque por debajo de este se podía adivinar un poco de pavimento. Todo el sitio estaba adornado por enormes pedazos de hielo, algo que podría resultar hermoso si no fuera porque le causaba escalofríos volver.
Al final, comprendió, llevar algo con qué cubrirse sólo sería una falta de respeto para la única persona atrapada ahí dentro.
Tragó saliva y continuó avanzando. Lejos de lo que Yannik le afirmó desde que sellaron el edificio, en ese sitio no existía la esperanza. Sólo era un infierno continuo del que jamás podrían escapar. Por fortuna, ahora estaba ahí. El tratado ridículo con Lennix ya no era importante después de que asesinara a su familia.
Tardó un par de horas pero llegó al nivel más alto, el único que le interesaba y caminó en dirección a otra habitación sellada. No le costó mucho romperla gracias a que estaba congelada.
—Estarás bien, niño.
Su mirada encontró al chico atrapado en una cápsula y no pudo esbozar una gigantesca sonrisa que le hizo doler las mejillas. De verdad, ¿cuánto tiempo había pasado? La última vez que lo vio, no era más que un niño asustado y ahora… No lucía mayor que Yannik o Levi, el cabello negro que heredó de Jin ocultaba sus ojos y era más largo que sus hombros, y a pesar de todo, seguía siendo su pequeño hijo.
El mismo que le arrebataron a costa suya para lograr la paz.
Si bien respetaba a Yannik y comprendía su decisión, no había forma de que lo perdonara por condenar a su linaje. En la tradición de los duṣṭa, eso era un perjurio. Para sobrevivir, no era más que una medida necesaria.
—Moon —pronunció. Acarició su rostro por encima del hielo y por primera vez olvidó el frío que congelaba sus extremidades—. Estoy aquí. Estás a salvo.
Parecía que aún reconocía su voz, pues abrió los ojos de inmediato. Eran tal y como los recordaba: un profundo azul que le recordaba a un cielo despejado o un mar tormentoso, cuando estaba asustado. Los témpanos a su alrededor se hicieron más delgados conforme Moon conseguía tranquilizarse. Jin se alegró de aun tener ese efecto en él.
No pasó mucho tiempo antes de que el hielo que cubría la cápsula desapareciera por completo y Moon fuera libre.