Todas las criaturas en la tierra venían a ella con una misión. Eso fue lo primero que le enseñaron hacía ya tantos eones atrás, que Peter no conseguía recordar quién fue. Solo recordaba aquello que habían grabado en su mente desde el inicio de los tiempos. Desde el ser humano más maligno, hasta el niño más inocente que moría luego de dar su primer aliento, cada ser vivo era parte fundamental de un plan mucho mayor.
Desde el animal más extraño, hasta el más mundano, desde la mujer más increíble hasta la más humilde, pasando por las flores silvestres y los glaciares desiertos. Todo ser vivo tenía un cometido específico y único, uno incapaz de ser reemplazado o suplantado por cualquier otro dentro de esta cadena de la vida.
Y eso era lo hermoso de aquel lugar, eso era lo más magnifico de aquella creación, lo que la volvía tan divina y especial a sus ojos: cada ser contaba, cada uno era único, irrepetible y fundamental. Todas las formas de vida contaban, todas y cada una de ellas.
Claro que había casos especiales, existían estos humanos que venían con una misión especial, con un destino aún más único, más especial. Los ángeles, como él, solo eran cuidadores silenciosos de aquellas magníficas criaturas. Vigilantes que solo eran enviados a la tierra para asegurarse de que algunos de esos actores indispensables alcanzarán a cumplir su destino encomendado.
Así fue como Petrus llegó a la tierra, como un simple enviado que debía asegurarse de que el niño que acababa de nacer, creciera y se convirtiera el salvador de su época. Un pequeño niño que estaba destinado a cambiarlo todo, a reescribir y sellar el nuevo curso que la humanidad debía tomar. En su brazos las runas del destino de su protegido refulgieron orgullosas cuando su misión se le fue marcando en la piel, Petrus iba a cuidar del destino del hombre que cambiaría las cosas, de ese que equilibraría el bien y el mal. Su piel no era sino un pergamino donde la historia del niño fue escrita, historia que Petrus debía asegurarse pasara.
Como siempre, las cosas pasaban una vez que menos las esperas. Para él tomó tanto tiempo que, después de siglos y siglos de espera, se había rendido. Se decía que cada ángel nacía con una misión, pero muchos de ellos nunca eran convocados. No eran pocos los que se pasaban la eternidad vagando por el vergel entrenándose para una batalla que no sabrían si alguna vez tendría lugar, aprendiendo de la humanidad y todas sus facetas.
Y al fin, cuando Petrus ya ni siquiera creía que alguna vez fuera a pasar, cuando con humildad había asumido que su misión era simplemente volverse un erudito sobre los hombres y la guerra, en la tierra con un grito que se alzó y llegó a sus oídos derrochando vida y clamando por él. El pequeño recién nacido abrió los ojos buscándolo en la inmensidad del cielo y Petrus sintió como sus alas se calentaron cosquilleando felices.
El milagroso sonido había hecho que cayera de rodillas al piso, su cuerpo entero tembló sintiendo que algo lo jalaba con urgencia y desesperación. Los murmullos de algarabía se alzaron a su alrededor y todos sus compañeros se alejaron reconociendo el llamado de su destino.
Petrus asustado bajó la vista temeroso y honrado. Pocas veces el llamado llegaba de esa forma, pocas veces un ángel era encomendado a un pequeño bebé en su primer aliento. Petrus sabía que eso significaba que su destino sería único, que ese niño que al mundo venía iba a ser un alma tan pura que requería protección desde su primer exhalación.
Sus ojos se agudizaron como si recorrieran a la carrera los kilómetros que los separaban, haciendo que todo pasara como un borrón sin forma o colores y frenó de golpe cuando el pequeño pestañeó lentamente, probando involuntariamente el movimiento, moviendo su ínfima manito llamándolo.
El desígnio no pudo ser más claro, Petrus sintió que el lazo entre ellos se cerró nada más percibir como el alma de ese niño se enredó en su corazón y antes de que pudiera despedirse o justificar su salida abrupta, descendió inmediatamente en su búsqueda.
Petrus bajó y se acercó a el pequeño, viéndolo revolverse entre los brazos de su madre, girando el rostro para contemplarlo, siendo el único que de momento podría verlo. Petrus lo saludó y lo oyó gorgojear. Eventualmente el pequeño dejaría de hacerlo y hasta olvidaría que alguna vez lo hizo, pero de momento Petrus jugó con él, haciéndole muecas y caras.
Desde ya que Petrus se sintió honrado, se sintió orgulloso del papel que tomaría el curso de la creación más perfectamente imperfecta de Dios. Pero hubo algo que no previó, o que al menos, no contempló. El dolor. Tanto dolor...
Había estudiado como todos la humanidad, dedicó su vida a ello. Era un luchador, tenía las destrezas de un guerrero, pero Petrus tenía una eternidad aprendiendo de los caminantes como para no poder llamarse preparado para su misión. Lamentablemente no fue hasta que le tocó vigilar el sueño intranquilo del pequeño niño que ni siquiera sabía que lo que sentía era dolor, que entendió que no sabía absolutamente nada.
Era fácil pensar en abstracto desde su privilegiado lugar en el Edén, Petrus no padecía como ese pobre chico, Petrus no tenía que vivir con ese dolor encima. Petrus podría con facilidad caer en la injusticia de juzgarlo y llamarlo débil, pero al conocerlo... Al vivir a su sombra, al pasarse cada día y hora abocado a la misión de protegerlo de todo mal, fue que entendió que era impotente y que no había forma de evitarle el dolor. Iba a sufrir, tarde lo vio, tarde entendió cuan injusto era. No necesitaba un ángel guardián porque su vida corriera inminente peligro, Petrus solo debía proteger su alma e impedir que cayera en el mal que pronto entendió lo rodearía.
Tiempo atrás hubiera entendido que en parte la misión de la vida del pequeño que se encomendó a él no sería posible sin el dolor. Tenía que pasarlo, atravesarlo y sufrirlo para alcanzar en su interior la fuerza y el conocimiento necesario para salvar al mundo de sí mismo. Ahora, viéndolo, sintiendo con desprecio como lo tenía que dejar perderse antes de ayudarle a encontrarse, Petrus empezó a perder el norte y rechazar el futuro que se había escrito para Tony Stark.
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Editado: 29.09.2020