Ángel Gabriel

Tres

Dieciséis años después.

El antiguo museo de la ciudad era una obra arquitectónica que había traspasado el tiempo, era un fiel recordatorio de que el pasado es lo que marca, pero no define. Con sus amplias y altas paredes blancas en algunas secciones, gris en otras. Nunca permanecían de una sola colorimetría, ya que siempre combinaban con los objetos del pasado. Su hermoso piso negro con vetas plateadas y doradas se extendía por todo el perímetro del lugar.

Sus altos techos de estilo industrial eran el contraste perfecto entre el pasado del piso y lo moderno. Gabriel estaba en la oficina principal con el director del museo; amaba tener gente a quien encargarle las cosas de la familia. Eso le daba horas de libertad para desarrollar cualquier actividad que le gustara, como cuando a sus hermanas se les metió la idea de estudiar equitación o ser buzos de profundidad.

Ni siquiera le estaba poniendo atención al director, algo le decía de un nuevo coleccionista que quería prestar sus obras al museo. Pero estaba pensando en la conversación con sus hermanas esta mañana, durante el desayuno.

—El viernes es tu cumpleaños Maev... qué rápido pasa el tiempo. ¿Tú qué dijiste, que no me iba a acordar? —le decía Gabriel a Maevel sacudiendo una cajita de regalo frente a ella.

El ambiente de la casa era cálido, pese a ser una vieja y pequeña mansión de épocas pasadas. La perfecta combinación entre muebles y arte en el interior le daba la apariencia de ser el set de una película de época. Gabriel amaba la manera en que el sol entraba por las ventanas traseras, iluminando casi todo el lugar.

—¿Vamos a invitar a los chicos? —interrogó interviniendo Astrid, ahogando la emoción en su garganta.
—No sé si hacer la fiesta.

Maevel se recostó en su silla; se había sentido pesimista, supuso que era por las fechas que precedían a su cumpleaños. La nostalgia siempre se apoderaba de ella, sin razón aparente.

—Vamos Maev, será divertido —intentó animarla Gabriel llevándose un bocado de su desayuno a la boca.
—Sí, Maevel, además vendrá Anthon, solo para verte a ti —le decía Astrid recostándose en el respaldo de su silla, con su batido de manzana en la mano.
—Vamos Maevel, ¿Cuánto más vas a dejar pasar para celebrar un cumpleaños? Todos son importantes y no se deben dejar pasar.
—Bueno, pero ustedes les confirman —respondió no muy convencida.
—Sí, claro —gritaron Gabriel y Astrid haciéndole cosquillas a Maevel, quien estaba sentada a su lado.

Gabriel pensó en el pasado, en cómo se hicieron hermanas. No había vuelto a soñar en esos largos años; su vida después de ese evento fue tranquila, casi normal. Porque aun cuando no había sido su culpa, ella se culpaba por la muerte de Katty. No podía evitar sentirlo. Pero sin importar lo que hubiera dicho, el castigo para ella habría sido el mismo. ¿Cómo convencer a todos que esas marcas eran producto de una pesadilla? No podía hacerlo, aun después de todo ese tiempo, ella seguía pensando que era una locura.

“—Fue solo un sueño —se decía a sí misma cada vez que lo recordaba.”

Cuatro años después del evento, las tres fueron adoptadas por una mujer anciana que las amaba. El orfanato cerró cuando ellas habían cumplido quince años; la anciana murió a los seis años después de que ellas llegaran a vivir con ella. La vida había sido dura con ellas, pero se tenían la una a la otra. Podían confiar en que siempre estarían las otras cuando se necesitara. Estaban estudiando en la misma universidad solo que en carreras distintas; Gabriel fue la única que decidió tomar el apellido de la anciana, Nielsen.

Esa mañana irían al museo para hacer los últimos detalles del gran evento de coleccionistas que tendrían esa semana. Casi no asistían a los eventos del museo o de la fundación, pero habían decidido que esto solo lo harían una vez al año para que no creyeran que eran indiferentes.

—¡Vamos As o llegaremos tarde otra vez! —gritaba Maevel desde la sala, tomando su rotafolio y una mochila con sus cosas de la planificación.
—Ya voy, qué desesperadas.
—No vamos a alcanzar a Anthon; ellos quedaron que solo pasarían a supervisar la monta de las estructuras, y yo no pienso ir a buscarlo a su oficina o a su casa —sentenció Gabriel para que Astrid se apresurara a bajar. Astrid bajó corriendo las escaleras.
—¿Hablaremos con Yarot también?
—Sí... sí, pero ya vámonos —indicó Maevel. Tomaron sus cosas, sus abrigos y sus llaves.
—¡Yo manejo esta vez! —dijo Gabriel abriendo la puerta del carro.

Ella tenía una extraña afición por la velocidad, lo que les había provocado algunos accidentes.

—Está bien, pero no es una pista de carreras, y el estacionamiento del museo no es la entrada a los pits, ¿De acuerdo? —respondió Maevel con tono sarcástico.
—¿Segura que quieres llegar rápido?
—Rápido te diré... Segura y a salvo sí —respondieron Maevel y Astrid subiéndose al carro.

Gabriel solo esbozó una malvada sonrisa, subió al carro y lo puso en dirección al este. Tal como sus amigas pensaron, la velocidad fue alta. Llegaron al estacionamiento del museo, estacionó el auto y las tres mujeres se apearon.

—¡Gracias al cielo! Suelo sólido... —bromearon las dos.
—Exageradas.
—¡Ahí está Anthon! —gritó Maevel, viendo al joven sacando unas cosas de la cajuela de su auto—. Vayan de una vez... rápido, rápido.
—Ya vamos, qué prisa la tuya —murmuró Astrid. Junto con Gabriel se dirigieron al chico.

Anthon era un joven alto, cerca del metro con ochenta, delgado, de piel blanca, cabello de color rubio corto, sus ojos café miel, con rasgos duros dando la apariencia de ser más serio de lo que en realidad era.

—¡Anthon! —gritó Astrid, él se detuvo en seco y se volvió a verlas con una gran sonrisa.
—¡Hola chicas!

Le saludó llevándose la mano izquierda a la cabeza y una extraña sonrisa en su rostro, porque le ponían un poco nervioso.




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