Ángel Gabriel

Nueve

Los meses se extinguieron como fuegos artificiales, fue muy intenso para todos. Se acercaban los exámenes de fin de semestre; los trabajos aumentaron y eran más extenuantes. Ángel se había centrado en cosas que le otorgarían su pronta libertad; no quería perder más tiempo sin ella.

No quería hacerle daño, pero no había encontrado la manera de acercarse a ella sin que el resto se percatara, sobre todo el Noveno Hijo. Por ello tenía que mantener un ojo sobre ella y sobre muchos de los suyos. De modo que sabía que esa noche Gabriel se quedó haciendo unas diligencias en el museo y que salió del lugar como a eso de las 10:50 p.m.

A esas horas ya no se encontraba casi nadie, y menos por ser fin de semana. Cuando se había tratado de hacer trabajos tan de noche, siempre la acompañaba Graham o alguna de sus hermanas, pero esa noche no la acompañó nadie. El lugar se veía abandonado, frío, lúgubre.

Se cerró la gabardina blanca que traía puesta, se puso la mochila y comenzó a caminar. Sentía que todos en su cabeza le gritaban “¡Corre!”, pero no quiso parecer paranoica. No había caminado más de 50 metros cuando se acercó a ella un auto negro con tres jóvenes adentro. Tenían las ventanas abajo y del interior salía humo de cigarrillo y aroma a alcohol. Cuando se percató de que la estaban siguiendo, comenzó a caminar con rapidez, pero el auto negro no dejó de seguirla, ni seguía su camino.

—¡Tranquila! ¡Tranquila, no pasa nada! —se repetía una y otra vez.

De pronto, los jóvenes que iban en el auto comenzaron a gritarle cosas grotescas y obscenidades que pensaban hacerle cuando la atraparan. Estaba tan nerviosa que no sabía qué hacer, así que solo se le ocurrió seguir caminando, y apresuró un poco más el paso.

—¿Por qué no traje el auto? —se interrogó, molesta y aterrada, al borde de las lágrimas.

Dio vuelta en la esquina de un pequeño callejón que debía cruzar para cortar camino para salir de la propiedad del museo y llegar a una de las casetas de vigilancia. Solo esperaba poder llegar antes de que le hicieran algo. Al final del corredor, vio un Mercedes Benz gris platinado estacionado y a una persona recargada en el auto, con un cigarro en la mano.

El otro auto se detuvo en la entrada del callejón; ella estaba entre ambas entradas. Los jóvenes se bajaron del auto, pero no la siguieron. Gabriel comenzó a sollozar en silencio y siguió caminando en dirección al Mercedes Benz. Al acercarse un poco más, la luz de un faro dejó ver claramente quién era el hombre.

—¡Ángel! —susurró con alivio.
—¿Qué pasa, Gabriel? —interrogó con aire chulesco.
—Nada —le respondió ella, secándose los ojos—. Hace días que no te veo. ¿Es un milagro encontrarte hoy? —concluyó, más tranquila, acercándose a él. Aún sentía cómo le temblaban las piernas.
—Yo no hago milagros, quizás sean coincidencias —respondió en un tono agresivo.

Eso la hizo retroceder un paso.

—¿Estás molesto aún?
—No. ¿Por qué habría de estarlo?

Le respondió, tirando la colilla de cigarro y cruzando los brazos.

—Por nada, solo preguntaba —dijo Gabriel, dando otro paso atrás. En ese momento, se preguntó dónde se encontraba más segura.
—¿Acaso te importaría si yo me enojara contigo? —preguntó Ángel con sarcasmo y sutileza.
—Sí, y mucho.
—Pues qué extraño, a mí no me lo parece.
—¿Sabes? El otro día soñé contigo.

Le comentó Gabriel para cambiar la conversación; quería sentirse segura nuevamente.

—Lo sé, estoy en el sueño de cualquiera.

Parecía que Ángel se encontraba en medio de un estado anímico insoportable.

—No te lo dije para que te burlaras —reprochó, molesta, agachando la cabeza.
—Yo no me burlo, solo aclaro.
—¿Acaso no hay forma de que podamos tener una conversación normal sin que nos molestemos?
—Eso depende de ti.
—No, te equivocas; eso depende de los dos.
—Está bien. ¿Qué te parece si empezamos de nuevo?
—De acuerdo —respondió Gabriel, colocando un mechón de su cabello detrás de su oreja.

Ángel sintió ganas de besarla, pero retuvo el impulso.

—Hola, Gabriel, ¿cómo estás? ¿Qué haces por aquí? —interrogó Ángel tranquilamente y tratando de no utilizar su acostumbrado sarcasmo.
—Pues estaba haciendo mi trabajo en el museo. ¿Y tú?
—Solo perdiendo el tiempo.
—Es bueno verte —comentó Gabriel, acercándose un poco a él.
—A ti también, así me aseguro de que estás bien —respondió él—. ¿Adónde vas?
—A mi casa.

Gabriel volvió la cabeza para ver si el otro auto seguía ahí, pero ya se había ido.

—¿Buscas a alguien? —le interrogó Ángel, acercándose a Gabriel.
—No, a nadie.
—¿Dónde está tu novio?

No pudo evitar utilizar su sarcasmo acostumbrado; su idea de comenzar de nuevo no duró mucho.

—En su casa y no perdiendo el tiempo como otros.
—¿Qué quisiste decir con eso?

Ángel estaba furioso por la comparación. La tomó por el cuello, sin dañarla, comenzó a caminar dando círculos hasta colocar el Mercedes Benz a espaldas de Gabriel.

—Lo que entendiste —dijo ella con dificultad, intentando liberarse de la mano de Ángel.
—No hagas que te odie, amor.
—¿Qué pasaría si lo hago?
—Puedo hacerte todo y no hacerte nada.
—Pues entonces mátame —pidió Gabriel con una mueca de dolor. De pronto, la mano de Ángel la liberó—. Libérame de todo de una vez.
—No, corazón, me sirves más viva —respondió él, colocando sus manos en el toldo del auto con Gabriel entre ellas. La mirada de Ángel era fría y vacía.

Ella se percató de que no le haría daño, no un daño irreversible como la muerte. Pero estaba casi segura de que sí la incapacitaría, ya había visto que alcanzaba el nivel de violencia muy rápido.

—Déjame ir.
—Nunca —respondió él, pero su voz se escuchaba extraña.
—Ángel, no puedes retenerme para siempre.
—Solo… te estoy ofreciendo todo, a mi lado.
—¿Qué? —Ella ahora estaba algo confusa, no entendía qué le estaba ofreciendo y por qué lo hacía.
—Pongo lo que quieras a tus pies, todo lo que puedas imaginar, solo si vienes conmigo.
—No quiero nada que tu mundo me ofrezca —dijo, sorprendida, porque no sabía de dónde había salido esa respuesta—. Solo… solo te quiero a ti.
—Esa es una petición muy grande. ¿Por qué crees merecerlo?




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