Ángel Gabriel

Once

Gabriel estaba dormida profundamente, hasta que una sensación extraña la despertó. La puerta se abrió poco a poco. No sabía con exactitud cómo, pero comenzaba a percibir cosas a su alrededor, como si sus sentidos se hubieran agudizado.

—Pasa, Ángel, los he estado esperando.

Ángel abrió por completo la puerta. Estaba sorprendido de que ella hubiese sabido que estaban ahí, y en realidad no estaba solo. Con él iba un hombre alto, robusto, muy apuesto, de piel blanca, ojos verdes, muy joven.

—¡Hola, niña! —saludó Ángel con una sonrisa—. Él es el agente investigador Alexander Rayan —presentó.

El agente investigador se introdujo en la habitación. Ángel se quedó de pie en la puerta. El agente se acercó a la cama de Gabriel, quien tenía su vista clavada en la de Ángel.

—Te veo luego —le dijo y cerró la puerta. Gabriel desvió su mirada hacia el inspector.

Lo observó de pies a cabeza; el hombre tenía algo que no le gustaba, pero tenía que hablar con él.

—Buen día.
—Buen día —respondió el agente—. Tengo un par de preguntas para usted —explicó—. ¿Cree poder contestar?
—Espero que sí.
—¿Quiere decirme qué pasó anoche?
—Me atacaron tres hombres —respondió ella.
—¿Sabe quiénes eran?
—No, no los conozco —respondió Gabriel mostrando una seguridad que no tenía.
—¿Qué era lo que querían? —le interrogó el agente haciendo anotaciones en una pequeña libreta negra.
—Cuando salí del museo comenzaron a seguirme, me hacían insinuaciones sexuales.
—¿Cuándo la atacaron?
—Al salir del callejón —respondió ella—. Comenzaron a jalonearme para que me subiera a un automóvil. Yo no quería… Una pareja se acercó a ayudarme, dos de ellos mataron a la pareja… El otro me sujetaba, me golpeó en la nuca… Mis piernas se doblaron y caí al suelo, me golpeé la cabeza con el auto.
—¿Estaba consciente?

Eso no lo esperaba, creía que ella no había presenciado el ataque.

—Sí, lo vi… Todo.
—¿Qué fue lo que vio?
—Vi cuando uno de los hombres bajaba del toldo del auto el cuerpo de la mujer y el otro rompía el cuello del hombre.
—¿Cómo llegó la mujer hasta el toldo del auto? —interrogó el inspector interrumpiéndola.
—No lo sé, lo único que sé es lo que alcancé a ver, cuando la bajó del toldo, le rompió el cuello y dejó el cuerpo a un lado del de su pareja y se fueron… Dejándome ahí.

El agente analizó lo que la joven le había dicho, no entendía por qué ella protegía a Ángel. Hasta donde él sabía, le había sido borrada la memoria para mantenerla alejada del Noveno Hijo, pues si ella y él estuvieran de su lado, el Noveno podría destruir finalmente a todo el Clan de los Caballeros de la Espada Rota, y a cualquier ser que tuviera un corazón latiente en su pecho. Esto incluía a todos los descarriados Tormenta Negra.

—Bien, creo que por el momento es todo. Si recuerda algo, avíseme. Mi teléfono lo tiene su amigo, pero necesito que en cuanto pueda vaya al Ministerio para que rinda su declaración.
—Está bien —respondió algo seria. El agente se despidió con una sonrisa y salió de la habitación.
—¿Habré hecho bien en proteger al verdadero culpable? —pensó quedándose en silencio en su habitación.

El agente salió de la habitación y caminó por un pasillo corto. Al final de este estaba Ángel recargado en la pared del lado derecho. Su lealtad debería ser para con el Noveno Hijo, pero Ángel le había salvado la vida en un sinfín de ocasiones, sin preguntar, sin juzgarle y sin cobrar ninguna deuda por ello. De modo que cuando él le pedía un favor, este lo hacía sin chistar.

Su viejo amigo tenía un cigarrillo en la mano, y tenía la vista clavada en una persona que lo observaba. En los hospitales podían encontrarse muchos de ellos, vigilaban a sus protegidos, a futuros Espadas, e incluso salvando vidas.

—¿Qué ocurrió?
—Culpó a los tres hombres que la siguieron, de ti pues solo dijo… Nada, en realidad —respondió Alexander con ironía en su voz.
—No es nada tonta mi niña, sabe qué es lo que más le conviene.
—¿Por qué los mataste? ¿Qué fue lo que provocó que le hicieras esto a tu gente? —interrogó Alexander, recargándose en la pared junto a Ángel.
—Era su destino.
—Al “gran” jefe no va a gustarle esto.
—El Noveno ya lo sabe —respondió Ángel—. Tengo su autorización.
—¿Así que fue una trampa? —interrogó Alexander con suspicacia—. ¿Para quién?
—Para todos —respondió Ángel caminando a la habitación de Gabriel—. ¿Cuándo la llevarán a su habitación?
—Quizá esta noche o por la mañana.
—No puedo acercarme a ella como me gustaría, hay muchos de ellos rondando en este lugar, protegiéndola… Son una verdadera molestia.

Alexander bien sabía que se refería a los Espada Rota.

—Lo sé, amigo, son una verdadera molestia —afirmó Alexander en tono despreocupado.

Ángel caminó hasta ponerse frente a la ventana de la habitación de Gabriel. Por un momento quiso regresar el tiempo y tener el valor de dejarla ir. Pero la amaba tanto que le dolía estar sin ella, quizá era el hecho de ser quien era. Colocó su mano sobre el frío cristal, quería tocar la piel de ella, besarla, que ella le aceptara. Sonrió débilmente, pensando en el día en que pudiera estar a su lado. Alexander lo observaba con atención, tratando de adivinar sus pensamientos.

—¿Para quién fue la trampa realmente? —pensó viendo la expresión de ternura en el rostro de Ángel.

Sonrió, dio media vuelta y se marchó, su trabajo aquí había terminado. Gabriel dormía en intervalos irregulares, sentía muchas molestias por el collarín. Graham y Maevel se turnaron para cuidarla hasta que la subieron a su habitación. Ya anochecía, Graham había pasado toda la tarde con Gabriel. Ella se había quedado dormida y este no se había quitado la idea que el causante de lo que le pasó a Gabriel era culpa de Ángel.

Así que había decidido buscarlo, salió de la habitación sacando su celular del bolso de su pantalón. Tuvo que esperar un par de tonos para que le respondieran.




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