Ángel Gabriel

Doce

El lugar a donde Graham se dirigió fue el Castillo Rojo. Llegó al lugar cuarenta y cinco minutos después de que salió del hospital. Se había vestido de negro para tratar de pasar inadvertido, al menos en apariencia física, pues si tenían algún rastreador cerca, no lograría cruzar la puerta.

Se estacionó tres calles abajo, bajó del automóvil, y caminó hasta la puerta de la casa. Por increíble que le pareció, pudo colarse en la propiedad sin que nadie le detuviera o se lanzara sobre él. Pero atravesar la primera reja era pan comido, el problema era la segunda y la entrada a al lugar que parecía un castillo.

—Espero que esté aquí, si no, me meteré en la cabeza del lobo… para nada —pensó él.

En ese lugar todos sabían quién era él, solo esperaba poder acercarse lo suficiente a Ángel, si es que se encontraba allí. Se acercó a la puerta, esta se abrió, como si lo estuvieran esperando. Esto sí lo tomó por sorpresa, pero quizá solo era una coincidencia; ya había pasado la segunda reja.

Atravesó el jardín con un paso cauteloso, podía sentir cómo se tensaban todos los músculos de su cuerpo. Algunos de los que estaban ahí lo saludaban y lo veían con curiosidad. Habían decidido no atacarlo hasta que estuviera dentro de la casa, asegurándose de que no pudiera escapar. Le estaban tendiendo una trampa, y él no era consciente de ello… O quizá sí.

Logró entrar a la casa y no tardó mucho tiempo en encontrar a Ángel, pero ya lo seguían varios de los oscuros.

—¡Benedict! —gritó Graham, parándose en la puerta de un comedor, con voz fuerte y tranquila.
—¿Cómo llegaste hasta aquí? —interrogó uno de los que estaba con Ángel acercándose a él, dispuesto a matarlo en ese momento.
—No… Lo… Toques —advirtió Ángel. El hombre se detuvo de golpe y retrocedió, haciendo una reverencia de respeto.
—Como órdenes, Ángel —dijo este. La mujer que estaba sentada en las piernas de Ángel se puso de pie.
—Salgan todos.
—Señor, yo creo que este no debería estar aquí —protestó uno de ellos volviéndose a verlo.
—¡Salgan! —siseó furioso.
—Sí, señor —respondió el hombre.

Uno a uno comenzó a dejar la habitación donde habían estado conviviendo con Ángel, quien en realidad era raro que se encontrara allí. En el gran comedor se quedaron solos, la parte uno de su plan estaba completo.

—Pasa, Graham, no te quedes ahí —Ángel señaló una de las sillas. Graham entró en la habitación cerrando la puerta detrás de sí—. ¿Cómo llegaste hasta aquí?
—De la misma forma en la que tú llegaste hasta mi casa.
—Astuto, muy astuto —dijo con una simple sonrisa en los labios—. ¿Qué es lo que buscas?
—Respuestas.

Ángel se levantó y caminó hasta él.

—Entonces, pregunta.

Graham pensó que realmente había cometido un error, cuando la voz de Ángel se tornó extraña.

—¿Por qué lastimaste a la única mujer que has amado en tu vida?
—Yo la salvé —respondió Ángel mostrándole sus dientes. Esa era una verdad indiscutible.

Él había evitado que se la llevaran, y que le hicieran más daño, incluso que le hicieran daño a través de ella.

—¿De quién? ¿De ellos? —gritó con sarcasmo señalando la puerta.
—Ella es mía.
—No, Ángel, ella no le pertenece a nadie, está fuera de tu alcance, del mío.
—Pronto estará conmigo, a mi lado.
—Nunca sucederá como piensas —reprochó Graham en un grito, sintiéndose furioso.
—Sabe quién soy, lo que soy y aun así me ama.
—Ella te teme, Ángel, solo es miedo lo que siente por ti. Siempre te ha tenido miedo, es lo único que provocas en ella, cada vez más… Solo miedo… Si ella muere, la siguiente vez tratará de huir por ese miedo, vas a perderla tarde o temprano.
—Viniste por respuestas y no has hecho ninguna pregunta —protestó Ángel molesto cruzando los brazos, frente al joven. La verdad es que había tocado un punto muy sensible, en su interior.
—¿Por qué lo permitiste?
—Solo era un juego —repuso Ángel con una sonrisa macabra—. Ella no debía salir lastimada —pensó sintiéndose furioso.
—¿Qué pasa si hubiera muerto? —preguntó Graham.

La sonrisa en el rostro de Ángel se borró.

—Ella no murió.
—¿Por qué no la liberas? Así te aseguras de vivir por siempre, déjala ir, jamás podrán hacerle daño… Él jamás la encontrará.
—Nunca —respondió Ángel—. Y si intentas alejarla, le entregaré tu alma al Noveno.
—Con eso la has sentenciado ya… Pero es mi deber mantenerla a salvo y eso pienso hacer.
—¿Acaso no sabes quién soy?
—Sé que eres el Séptimo, y todo lo que hay que saber de ti —respondió Graham solo usando información que todo el mundo sabía de él—. Pero tú de mí no sabes nada, tú ignoras quién soy —respondió con presunción—. Así que vas a dejarla en paz y que siga con su vida.

Ángel solo lo observaba con curiosidad.

—Ella es mía, solo mía… Nadie va a alejarla de mí.
—Si llegas a lastimarla, el infierno será un paraíso al lado de lo que te va a pasar.
—¿Te atreves a venir a mi casa con amenazas?
—Solo es una advertencia —respondió Graham con sarcasmo—. Aléjate de ella.
—Tú no podrás hacer nada, ella estará conmigo te guste o no.
—No la amas, solo lo haces por tu propio beneficio, solo la estás utilizando, para quedar bien con el Padre.
—Eso es patraña, Graham, recuerda que estás en mi casa… Ella es mi vida. Así que te alejas o morirás.
—Pues moriré entonces —dijo Graham entre dientes, poniéndolo furioso, pues no sabía si ese sacrificio lo llegaría a hacer por ella.
—El infierno ha escuchado tu súplica —gruñó tomándolo por el cuello—. Pero primero me responderás algo… ¿Quién demonios eres?
—Soy de la gente que tanto te molesta, descendiente en línea directa del Tercer Hijo.
—De los creadores de la Espada Rota —gruñó Ángel—. No, pensándolo bien, hay muchos que darían lo que fuera por tener esta oportunidad.

Graham sentía tanto odio como jamás había imaginado, ese maldito bastardo conocía la historia de la Espada Rota y de los tres que la crearon, los tres hijos de Raziel de las Montañas.




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