Ángel Gabriel

Veintisiete

Gabriel y Ángel aún no llegaban a su destino, habían recorrido ya la mayor parte del camino. Iban enfrascados en conversaciones de cosas insignificantes, de cosas importantes. Hablaban, reían, se miraban y acariciaban; estaban emocionados por ser la primera vez en mucho tiempo en la que se encontraban juntos y felices… Aunque solo uno de ellos lo recordara.

—El lugar a donde vamos es uno de los más oscuros que conozco, es un lugar tranquilo… Pero puede ser en verdad peligroso, no dejes que las apariencias te engañen —comenzó a explicar Ángel—. Habrá personas a las que no les gustará verte allí, no debes separarte de mí, entiende esto Gabriel, no debo perderte de vista.
—Vamos a la Casa Roja, ¿verdad? —respondió Gabriel con calma, tomándolo por sorpresa, viéndose forzado a detener el automóvil de golpe.
—¿Estás bien?
—Sí, bien.
—¿Cómo sabes a dónde vamos? —interrogó Ángel con calma. Gabriel volvió su rostro para verlo a los ojos.
—No lo sé, de un modo conocía la respuesta.

Él esbozó una tierna sonrisa y arrancó el auto de nuevo, continuó con su camino, y llegaron a su destino minutos después. Cuando Gabriel vio la casa sintió un escalofrío y no dejaba de temblar, pero no entendía la razón.

—Ellos pueden oler el miedo en la piel de las personas, trata de tranquilizarte o nos atraparán —le dijo él con sarcasmo, metiendo el coche en el estacionamiento de la Casa Roja. Lo estacionó unos minutos después.

Esperó a que Gabriel se tranquilizara, de otro modo no podrían entrar. Él se apeó y cerró la puerta, caminó hasta la puerta del copiloto y la abrió estirando la mano para que Gabriel la tomara. Ella bajó del auto con cuidado. Ángel la atrajo hacia sí y la besó tiernamente en los labios.

—Aun en este lugar, en medio de las tinieblas, estás segura a mi lado.

Gabriel se recargó en el pecho de Ángel.

—El lugar más seguro que conozco es entre tus brazos.

Comenzaron a caminar hacia el elevador para poder subir a la casa a la fiesta de esa noche. La celebración era en honor a Ty. Pese a que Ángel estaba feliz, esa noche sentía un temor en su corazón, pero trató de ignorarlo. Prefirió pensar en qué hubiera pasado si la ira en el corazón de Joachim no lo hubiera cegado, si no se hubiese dejado llevar por las emociones oscuras, si alguien lo hubiera escuchado.

Quizá el presente sería completamente distinto, pero nadie lo hizo. En realidad, el hubiera no existe. Por ello, la vida de ellos ha sido así, aunque comenzaba a pensar que ahora había una manera de revertir todo, o por lo menos acomodar las cosas en su lugar. Llegaron a la planta alta, donde se encontraba el salón rojo, donde sería la fiesta. Estaban en el elevador cuando la puerta se abrió. Ángel se sorprendió: Ty estaba parado cerca del ascensor.

Cuando la puerta se abrió, Ty se volvió a verlo, pero no porque supiera que él estaba allí.

—Es un placer que estés aquí, mi viejo amigo —le dijo Ty con su serenidad acostumbrada.
—Gracias, mi señor —respondió Ángel haciendo una reverencia.
—Ángel, somos familia, deja la formalidad. ¿Quién es tu amiga? —interrogó Ty, dirigiendo su mirada a Gabriel.
—Solo es una pequeña diversión —respondió Ángel, llamando la atención de Ty de regreso a él.

Gabriel agachó un poco más la mirada. Ty no pudo reconocerla porque llevaba puesta la capucha de su gabardina. Pero Ty sonrió un poco y se dio media vuelta dando un par de pasos lejos de ellos, se detuvo en seco y se volvió a verlo.

—Mi amigo, ¿qué ha sido de la mujer? —le interrogó con calma. Ángel sintió un escalofrío que trató de ocultar debajo de una sonrisa.
—Sigo trabajando en ello, mi señor, pronto estará de tu lado.
—Perfecto, espero que así sea. Disfruta la fiesta —le dijo Ty, fingiendo desinterés en la pareja.
—Gracias, mi señor —respondió Ángel con calma, retomando el camino al salón.

Gabriel se aferró al brazo de Ángel; pese a ese momento, se sentía tranquila. Atravesaron el largo pasillo que los llevaría al salón. El lugar era de estilo gótico muy antiguo, con candelabros de metal forjado en cada pilar del pasillo, dando una perfecta iluminación. Había cuadros de personajes considerados seres oscuros a lo largo del tiempo. Todos los invitados vestían de negro con ropas elegantes.

Entraron al gran salón. La orquesta estaba tocando una sonata de Wagner cuando Ángel se percató de la presencia de Robert y Steven.

—¡Rayos! Debo evitar que la vean —pensó, volviéndose a ver a Gabriel, quien se quitó la capucha de su gabardina con una mano.

Unos minutos después de que ellos entraron al salón, se acercó a ellos un joven que vestía un pantalón negro, camisa blanca, chaleco y corbata negra, de cabello castaño perfectamente peinado hacia atrás, de tez clara y ojos café muy expresivos.

—Buena noche, mi señor Ángel —saludó el joven con amabilidad. Ángel se volvió con rapidez, ocultando su nerviosismo.
—Buenas noches, Ulises.
—¿Puedo tomar sus gabardinas? —interrogó el joven, extendiendo la mano.
—Claro —respondió Ángel, quitándose su gabardina y ayudando a Gabriel a quitarse la suya. Se las entregó a Ulises.
—Disfrute la fiesta, mi señor —dijo Ulises, retirándose unos segundos después.

Ellos se quedaron allí, observando todo a su alrededor.

—¿Por qué no me hablas un poco del hombre del elevador? —pidió Gabriel con calma, volviéndose a ver a Ángel.
—Solo te puedo decir que él es hijo del séptimo hijo del padre del infierno. Fue rechazado por su padre y enviado a la muerte por su madre, por no poder quitarle la vida a su padre, según su madre, y a su madre, según su padre —respondió Ángel con seriedad, viéndola a los ojos—. Quiero pedirte que por ningún motivo confíes en él, en nadie de esta casa que no sea yo —pidió con calma, tomándole la mano.

Gabriel colocó su mano libre en el pecho de él, a la altura de su corazón; no confiaba en nadie más que en él.




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