Ángel Gabriel

Treinta

Gabriel Nielsen estaba tomando una taza de café, parada frente a la ventana de su apartamento. Este era muy grande y poco amueblado, más bien tenía la apariencia de ser un departamento minimalista, bastante cómodo. En él no tenía fotografías de sus hermanas; las únicas fotografías visibles eran las de ella. Esa había sido una sugerencia de Robert. Ella ignoraba que Robert le había hecho algunos arreglos en el departamento, con la única finalidad de llevar a cabo su plan.

—Gabriel —le dijo una voz que provenía de la recámara. Dio un pequeño salto que la hizo derramar el café en la alfombra.
—¿Quién está ahí?

El miedo era palpable en su voz.

—Gabriel —la llamó nuevamente la voz.
—¿Ángel, eres tú?
—Gabriel, ayúdame —pidió la voz. Eso la asustó más.

La voz no la reconocía, pero parecía estar desentonada, como si el dolor no le permitiera hablar. Con calma, dejó la taza en la mesa que estaba frente a la ventana y comenzó a caminar lentamente a la habitación en silencio. Con la mano izquierda abrió lentamente la puerta. El cuarto estaba a oscuras. Metió la mano, aguantando la respiración, y encendió la luz. El cuarto estaba vacío. Aunque estaba aterrada, decidió que no le diría a nadie.

Siempre la habían considerado un tanto loca, y si comenzaba a decir que había escuchado voces, seguramente iría a parar con el psiquiatra.

—Seguro es un chascarrillo de Ángel —pensó para tranquilizarse. Apagó la luz y salió de la habitación.

Llegó a la sala, se sentó en el sofá. Pero ya no era la única voz que escuchaba: podía escuchar las voces de aquellos a quienes Ángel había matado. Aun cuando a nadie le había dicho, por temor a que no le creyeran o que creyeran que estaba perdiendo el control, y que todo aquello que le había pasado la había trastornado. Esto aunado a que comenzaba a tener extrañas visiones, no podía decir si del pasado, del futuro o simplemente eran alucinaciones.

Se quedó ahí un par de horas, pensando en lo que le estaba ocurriendo, y que quizá sus hermanas habían tenido razón: ella no debió abandonar la seguridad de la casa. De pronto, sonó el teléfono, devolviéndola a la realidad. Dejó que sonara un par de veces y contestó.

—Diga —saludó, poniéndose el auricular en el oído.

Incluso las pequeñas cosas como responder el teléfono habían cambiado. En algún otro momento ella habría respondido diciendo el apellido que llevaba.

—Hola, Gabriel —dijo la voz del otro lado del auricular.

«¿Por qué demonios no podían dejarla en paz?»

—¿Qué se te ofrece? —interrogó, entrecerrando los ojos.
—¿Por qué no vienes a casa?
—Graham, estoy en casa.
—Está bien, a casa de tus hermanas.
—¿Ahora, interrogo? —Gabriel, un tanto sorprendida. Esa era la tercera invitación en menos de dos días, de cuatro personas distintas.
—¿Puedes? —interrogó Graham con ternura, pues cada vez que le pedían que viniera a casa ella se negaba.

Supuso que debía ser algo importante.

—Está bien, voy para allá —respondió, cortando la comunicación.

Dejó el teléfono en su lugar, caminó a la habitación, del clóset tomó la gabardina que Ángel le había dado la noche en que había ido a la Casa Roja. Se la puso en silencio, se acercó al tocador y se vio en el espejo. Algo en ella había cambiado, solo que no sabía definir a ciencia cierta qué era. Era como si otra persona le devolviera la mirada cada vez que se veía al espejo.

Salió de la habitación y se dirigió a la puerta. Antes de abrir, titubeó un poco. Tomó sus llaves, suspiró y abrió la puerta, saliendo del departamento y cerrando tras de sí. Salió a la calle y subió al Lincoln negro que Robert había dispuesto para que ella lo manejara. Arrancó el motor y puso el coche en marcha con dirección a la casa de sus hermanas, que estaba a un par de horas. Esta vez iba a dejarles muchas cosas en claro.

—¿Crees que venga? —interrogó Astrid, dándole una taza de café a Graham.
—Aún no pierdo la fe en ella, además dijo que vendría, no veo por qué habría de mentirnos —respondió Graham, sentado en el sofá individual que estaba detrás de la ventana, a un lado de la mesita del teléfono en casa de las mujeres—. Aunque hay algo que aún sigue sin gustarme en toda esta situación.
—Vamos, Graham, ya no seas paranoico —le riñó Anthon en tono conciliador, aun cuando él pensaba de la misma forma en que lo hacía su amigo.
—No soy paranoico.

Y eso era cierto, él nunca se había caracterizado por serlo.

—Calma, desde que él regresó a su vida te has empeñado en culparlo de todo lo que le ha pasado, aun lo culpas de lo que está pasando. Lo has buscado, con el único fin de enfrentarlo. Creo que solo ves a un solo enemigo, y esta historia está plagada de ellos —le dijo Joachim en tono conciliador, parado en la entrada de la sala. Estaban reunidos con ellos Maevel, Astrid, y Yarot.
—¿Así que según ustedes, el del problema solo soy yo? —interrogó Graham en un grito ahogado, poniéndose de pie con la taza en la mano. En un movimiento rápido, la colocó en la mesita del teléfono y los observó uno a uno.

Ninguno se atrevió a decir palabra, solo se limitaban a observarlo.

—Graham…
—Entonces si reprochan lo que soy y lo que hago, ¿por qué no debería estar entre ustedes? —reclamó molesto, interrumpiendo a uno de sus hermanos.
—Este es tu lugar —le indicó Yarot en tono conciliador, acercándose a él. Graham clavó la mirada en su hermano.
—No, y en ocasiones pienso que mi lugar es con Ángel —respondió, levantando la mano para que Yarot no se acercara más. Salió de la casa furioso.

Nadie se esperaba eso, salvo una de las personas allí reunidas.

—«Quizás tu lugar sea con tu padre, pero es aquí donde perteneces» —pensó Joachim, viéndolo salir de la casa.
—Graham odia tanto a Ángel por la simple razón de que Gabriel está con él, porque no hay otro motivo para que lo odie… ¿O sí? —comentó Maevel en un suspiro unos minutos después, rompiendo el silencio que se había creado alrededor de ellos.
—Él sabía que esto pasaría tarde o temprano, conocía perfectamente la historia de ellos. No sé por qué albergó esperanza —le respondió Yarot en tono triste, viendo a Joachim. Este asintió en silencio.




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