Joachim Leclerc siguió el consejo de su amigo Dimitru y se dirigió a buscar a la única persona que quizá les daría una respuesta a sus dudas. Entró a la Necrópolis, una ciudad erguida para honrar a sus muertos. Había tanto dolor en esas calles, tanta tragedia. El bien y el mal siempre en guerra, pero esto iba más allá de los Clanes, todos tenían el potencial para hacer cosas por el bien, o los actos más atroces; siempre era su elección.
En el centro de la Necrópolis se encontraba una estatua en honor del padre de todo el Clan de la Espada Rota, a su lado se encontraba el que llamaban "El Elegido" y con él, los primeros siete, entre ellos Vald Lupei. Un hombre tan sabio como cruel, sin embargo, por alguna razón él no lo recordaba así. Por alguna extraña razón, en sus memorias de Vald lo recordaba amable, comprensivo y cooperativo.
Se preguntó quién mentía en todo este caso.
Las tumbas de los primeros ancestros se veían más deterioradas que el rostro, como si no se les diera el mantenimiento necesario. Las plantas y árboles ya no crecían más, los que alguna vez habían existido estaban secos, muertos de dentro hacia a fuera. Era el lugar más muerto de la Necrópolis, por más irónico que eso fuera.
El único lugar que parecía tener vida propia era una pequeña casa de grandes ventanas oscurecidas por el tiempo; era el único lugar que tenía un pequeño jardín. De la chimenea salía un fino hilo de humo claro. Vald estaba en casa. Joachim se acercó lentamente a la puerta, sentía que su corazón latía a mil por hora.
Pero antes de que pudiera tocar la puerta, esta se abrió con un chirriante ruido de metal.
—Me preguntaba cuánto tiempo más tardarías en venir por respuestas, Joachim.
El hombre de piel ébano lo tomó por sorpresa, sus fieros ojos negros lo veían todo. Su cabello cortado al rape, pero los rasgos de su raza lo hacían tan hermoso que se olvidaba lo letal que podía llegar a ser. Joachim siempre se preguntó si lo exiliaron o se autoexilió.
—Han pasado tantos años, mi viejo amigo.
—Sí, pero han pasado más desde que alguien me llamó así. Vamos, ven, pasa a mi casa.
—Gracias.
—No, Joachim, aún no me agradezcas nada, y después de que me escuches, puede que no me agradezcas nunca.
Las palabras de Vald lo desconcertaron, pero lo siguió al interior de la casa. Todo dentro era viejo, casi tanto como Vald, pero confortable, cálido a diferencia del frío de afuera. Había retratos en las paredes, de los viejos miembros del Clan de la Espada Rota, de la familia de su anfitrión.
Le indicó que tomara asiento en un sofá que parecía estar hecho solo de almohadones y piel de oso. El moreno fue a la cocina por dos tazas de café, aun cuando pensaba que esta charla iba a requerir algo más fuerte que una simple dosis de cafeína. Pero quería hablar con Joachim estando consciente, bien sabía el cielo que los últimos siglos de su existencia se la pasó ahogado en una botella de alcohol.
Regresó a la sala y le entregó su taza a su invitado, después se acomodó en un pequeño sofá que estaba a la derecha, cerca del sofá de pieles de oso. Ambos estaban frente a la chimenea central, que daba luz y calor a toda la casa. Si bien la casa tenía todas las comodidades tecnológicas de la época, Vald prefería las viejas cosas del pasado, de su pasado.
—No sé por dónde comenzar —murmuró Joachim.
—¿Te parece si te cuento una historia y partimos de allí?
—¿Una historia de qué?
—De ti.
Joachim sintió cómo su pulso se aceleraba aún más. ¿Quería saber? No. ¿Necesitaba saber? Sí.
—Bien… Será como tú dices.
—Escucharás hasta el final, y te guardarás tus emociones hasta entonces. ¿Está claro?
—Sí —respondió un tanto dudoso.
—Bien, esa historia se remonta al inicio de todo, al porqué del origen de los Espada Rota y los Tormenta Negra.
¡Mierda!
--Época, año 500 (Pasado)--.
Era un día cálido de verano, las olas del mar estaban tranquilas. Dos hermanas gemelas jugaban en la playa, cerca del cuidado de su madre. Se suponía que no deberían estar allí, si su padre se enteraba las mataría, pero era el noveno cumpleaños de ambas y como regalo su madre había decidido llevarlas a la playa. Según les había dicho su madre, al regresar comerían pastel de postre, siempre y cuando se portaran bien.
Las pequeñas gemelas disfrutaban del sol, de la arena, pero sobre todo del mar. Hacía mucho tiempo que querían venir, pero su padre no había querido traerlas. Él era de esas personas que pensaban que hasta la más mínima expresión de felicidad era una ofensa a Dios. De modo que se dedicaba a hacer la vida de su familia lo más miserable posible, según él para no caer de la gracia del Señor.
Después de un par de horas en el agua, el hambre comenzó a aflorar en las pancitas de las gemelas. Por lo cual su madre las sacó del agua, les cambió de ropa y secó sus cabellos. Así, a paso lento y entre risas, volvieron a casa. A unos metros de su hogar, tuvieron que volver a ponerse esa máscara de desdicha que hacía feliz a su padre.
Prepararon la cena, y se sentaron alrededor de la mesa a esperar a su padre. Las tres estaban tranquilas, relajadas, había sido un grandioso día. Las llamas de las velas iluminaban perfectamente la pequeña habitación, la chimenea proporcionaba el calor necesario. Se podría decir que ellos, dentro de la comunidad, eran una familia acomodada.
De pronto la puerta se abrió, como si hubiera sido golpeada desde fuera, la figura del padre traspasó el umbral. Su rostro estaba desfigurado por la ira, sus puños estaban apretados y veía a su familia con el más puro odio que era capaz de sentir. Detrás de él entraron cuatro hombres, todos ataviados con túnicas oscuras, que solo les permitía mostrar el mentón de sus rostros.
Las tres mujeres gritaban y se abrazaban las unas a las otras.
—¡Malditas pecadoras, rompieron las reglas de mi Señor y serán castigadas por ello! —gritó el padre enfurecido.
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amor, tiempo y vida, traición cicatrices y triángulo amoroso
Editado: 16.11.2025