Un grupo muy selecto de personas estaban reunidos en el comedor principal de la Casa Roja. Se veían en una escena como cualquier familia normal, pero en este lugar nada es normal. De pronto, el repicar de una cucharilla golpeando una copa atrajo la atención de todos en la mesa.
—Sé que soy el menor de esta familia, y que a mi cargo están muchos de los mejores cazadores —comenzó a explicar Bal, uno de los nueve hermanos—. También sé que por el momento tuve problemas con uno de los nuestros, algo que se salió de control, pero tengo noticias agradables —guardó silencio unos segundos—. Pues ahora tengo bajo mi control a Ángel. Ahora solo quedan algunos detalles, pero siento que este asunto está por concluir.
—¿Estás seguro de que se quedará así? —interrogó la voz de un hombre que estaba sentado a la cabeza de la mesa.
—Completamente, padre —respondió Bal, muy seguro de sí, volviendo su vista a Ty.
—Entonces celebremos que el menor de mis hijos se ha convertido en uno de los mejores líderes de esta familia —dijo su padre.
Padre no tenía el menor aprecio por nadie de sus hijos, él no tenía el más mínimo aprecio por nadie o por nada, solo una cosa le interesaba y ese era el poder. La celebración continuó en la Casa Roja. Ty ocultaba detrás de su sonrisa el temor que la pregunta de su abuelo había hecho crecer dentro de él. Él no era uno de los nueve hijos, ni siquiera era uno de los tantos nietos aceptados en la familia. Solo era un bastardo que sabía cómo quedar bien con todos.
Por esa razón, esa noche estaban todos allí; en años nunca les había quedado mal, nunca les había traicionado. Aun cuando ninguno de los nueve hermanos le tenía aprecio, incluido su padre Bal. Sin embargo, tenía la esperanza de que, con este asunto de Joachim, Gabriel y Ángel, se dieran cuenta de su valor y por fin escalara dentro de ese oscuro círculo social.
Ty había tratado por todos los medios de entrar en el círculo de la familia, había visto en la desaparición del primer hijo, del que podrían llamar el favorito de los nueve, la oportunidad para ascender. No alcanzaba a entender la obsesión del primer hijo por su primogénito o su nieta, finalmente la sangre de estos estaba ya mezclada.
Y acaso había tenido su botín cuando la comprometieron con ese corrupto Espada Rota. Pero en ese entonces apareció Ángel. Aunque, sin duda, desde que hizo pacto con ellos se había convertido en su gran dolor de cabeza, jamás acató sus órdenes, siempre se mostró rebelde e insolente, aunque sabía que jamás podría escapar del calabozo donde lo tenía, y que nadie en la casa se atrevería a ayudarle porque le temían.
Ty no recordaba cuándo fue la última vez que su padre se mostró orgulloso de él, pero era obvio que eso no le preocupaba, ni siquiera le importaba si había o no una cercanía entre ellos. Cuando el recuerdo del año de 1485 vino a su memoria, recordó aquella joven llamada Lina, no recordaba su apellido, pero recordaba que era la hija del alto consejero mayor del Clan de la Espada Rota.
También recordaba el día en el que la había poseído, nunca logró descifrar si aquello había ocurrido por seguir sus bajos instintos o porque algo en su corazón había cambiado cuando la vio. No fue sino hasta un año después que supo de la existencia de esos niños, trató por todos los medios de quedarse con ellos, pero su madre les quitó la vida antes de que lo lograra.
Durante todos esos siglos jamás volvió a ver a Lina, aun cuando de vez en cuando pensaba en ella, y en que, sin embargo, le había dado lo mejor de ella: una familia de la que nadie, excepto él, sabían que existiera.
Después de la celebración, Ty se reunió con Robert en su oficina.
—Bien, Robert, debemos dar el toque final, ya no podemos esperar más tiempo, debemos traerla de regreso —gruñó Ty.
—Mi señor, solo dame quince días más —respondió Robert, muy seguro de sí—. Esos tontos Espada Rota nos harán el favor. Además, necesito de la ayuda de “ellos”, son los mejores en magia y hechizos, ellos la llevarán al delirio final —aclaró, señalando a cuatro personas que estaban en la oficina, dos hombres y dos mujeres.
“Ellos”, un cuarteto de Tormenta Negra que se especializaban en crear caos dirigido, eran los “fantasmas” personales de quien necesitara ser llevado a la locura o al suicidio.
—Te daré quince días más, ni un día más —sentenció Ty.
Solo esperaba que Robert no le fallara como ya otros lo habían hecho, había sido muy paciente a lo largo de todos estos siglos, pero su paciencia estaba llegando a su fin. Necesitaba traerlos para cumplir con su propio plan. Se sentó frente a su escritorio una vez que se quedó solo. Quería planear su siguiente paso, pero tres golpes en la puerta se lo impidieron.
—Adelante.
—¿Así recibes a tu padre?
Ty se puso de pie alisando su traje. Bal no era su favorito, no sentía aprecio por él, pero lo necesitaba.
—¿Qué fue toda esa mierda de la cena? ¿Por qué tú, el primero y mi padre están obsesionados por esos dos?
—Desconozco el interés de ellos, pero el mío es Poder.
—¿De qué mierda estás hablando?
—Tu hermano mayor, el más poderoso de los Nueve, y tu padre están interesados, no… ¿Cómo dijiste? Obsesionados con ellos, debe ser algo que quizá les dará poder. No sé de qué tipo, no sé cómo, lo que sí sé es que si nosotros los tenemos en nuestro control…
—¿Nosotros tendríamos ese poder?
—Sí, sobre el primero y quizá sobre tu padre.
—Me gusta, sí… Ese poder será mío.
Ty solo pudo fingir una sonrisa.
—No, Bal, ese poder ya es mío —pensó.
Los días fueron avanzando de manera lenta y extraña, por algún motivo Gabriel no vio a Robert en este tiempo. De modo que decidió aprovechar el tiempo y reunirse con Joachim y Lysandra en casa del primero. Tenía que aclarar las cosas, quizá era momento de perdonarlos, y así como ellos lo hicieron, simplemente alejarse. Ella estaba haciendo su vida sola, Ángel estaba a su lado, aunque esto último le hacía sentir más temor que alegría.
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Editado: 16.11.2025