Gabriel despertó otra vez en una habitación del hospital. Las paredes eran de un color verde agua que le daban la apariencia de oficinas del servicio forense. El sol aún no salía, pero ya se veía clara la mañana. El fresco de mayo le hizo recordar lo que pasó la noche anterior; se sentía adormilada. Le dolían las manos y el pecho, tenía una hilera de puntos en la boca. Le habían colocado un suero de solución salina en el brazo y llevaba puesta una bata blanca de hospital. No tenía heridas de consideración.
Lysandra y Yarot estaban conversando cerca de la ventana en un susurro cuando ella despertó.
—¿Yarot? —dijo Gabriel con dificultad.
—Hola, hija —saludó Lysandra con una sonrisa.
A Gabriel no le agradó la idea, pero se lo guardó para sí. Yarot salió de la habitación sin decir nada. Su madre se acercó a ella.
—¿Lo maté? ¿Está muerto? —interrogó con una expresión de dolor en su rostro, en su mirada, además, había desesperación.
—¿A quién mataste, Gabriel?
—A… A Ángel. Él estaba allí, y además estaban Caizz y Marguerit… Pero yo sé que… Pero ellos estaban muertos, yo vi cómo Ángel los mató el día que me atacaron… Yo, yo los vi morir. Además, él prometió que iba a cuidarme y jamás lo ha hecho —explicó ella con lágrimas en los ojos y sumamente alterada.
—Calma, nena, mi nena… Calma, Ángel nunca estuvo en esa calle, nunca hubo nadie.
En el corazón de Lysandra se instaló el terror por su hija. Tenía el presentimiento de que lo que le ocurría no era producto de su imaginación y tenía que probarlo antes de que fuera tarde.
—¡Sí estaba, yo lo vi! —gritó Gabriel desesperada, tratando de convencer a la otra mujer.
En ese momento el doctor entró junto con Yarot y una enfermera. Gabriel al verlos se asustó. Trataron de tranquilizarla, pero estaba demasiado alterada, de modo que se vieron obligados a darle una dosis de diazepam para sedarla. La chica volvió a quedarse dormida. El doctor le pidió a Lysandra y a Yarot salir de la habitación mientras la revisaba.
Todo parecía estar en orden en cuanto a sus signos vitales. Salió de la habitación con la enfermera, quien se alejó en dirección al área de enfermeras. El doctor se paró frente a Lysandra.
—Señora Leclerc, Gabriel no tiene daños físicos, está en perfecto estado de salud pese a lo aparatoso del accidente. Pero su hija presenta un desorden mental. Yo no me atrevería a asegurar qué es, puesto que no soy un profesional en esa área. Pero he visto estos síntomas antes, puede ser que sufra de paranoia o quizá sea esquizofrenia. Para ello deben llevarla a que le hagan una valoración psiquiátrica, esa es la mejor ayuda que pueden darle.
—¿Cree que se repondrá? —interrogó Lysandra, cruzando los brazos sobre su pecho, con la voz quebrada.
—Con el tratamiento adecuado, podrá lograrlo —explicó el doctor—. Necesitará de toda su familia. Por lo pronto se ha quedado dormida, la mantendremos sedada. Cuando esté mejor, podrán llevársela a casa.
—¿Podría verla el psiquiatra del hospital? —interrogó Yarot con un nudo en la garganta.
Nadie había logrado entender qué había desatado ese estado psicótico en ella; la última vez que la habían visto se veía bien. Pero ese era el problema con las enfermedades mentales.
—Sinceramente, preferiría que fuera un médico externo, no es por menospreciar el trabajo de mi colega, pero en una institución mental le podrán brindar mejor la ayuda a Gabriel —explicó el doctor—. Les voy a recomendar al doctor Evan Robles, del centro médico sur.
Sacó una pequeña tarjeta del bolso de su bata, se la entregó a Lysandra y se retiró, dejándolos con un sentimiento de intranquilidad. Ellos se quedaron en silencio y regresaron a la sala de esperas donde se encontraban todos, excepto Ángel. Esto para sus hermanas era como regresar a la época de las pesadillas; sentían que todo lo que estaban viviendo era una auténtica pesadilla.
En tan solo un año, la vida había dado muchos giros de ciento ochenta grados. Era demasiado para asimilar, demasiado sin poder recordar, solo querían despertar.
La Casa Roja: Planes y Tortura
Robert estaba recargado en un Audi negro. En realidad, era de Ángel, pero como este último ya lo habían dado por muerto, entonces era suyo. Tenía un cigarrillo en la mano, había llegado hasta el mirador cerca de la ciudad. Después del ataque a Gabriel, sinceramente, esperaba que se hubiera matado cuando su auto volcó. No respondió las llamadas de la familia, estaba cansado de ser un topo.
Él siempre había estado debajo de Ángel, y ahora que el bastardo no estaba quería que le dieran el lugar que le correspondía, pero el mal nacido Ty estaba haciéndose el difícil. Si este no se apuraba a reconocerlo, acudiría al Primer Hijo. Todos le tenían terror, todos y cada uno de los hermanos menores, y todos sus descendientes. Sin duda, este solo era superado por su padre, el Caído, el primero de ellos.
El sonido de su otro celular lo sacó de sus pensamientos y respondió sin siquiera mirar la pantalla.
—Muy bien, Robert, estás haciendo un buen trabajo y estoy muy orgulloso de ti —le decía Ty del otro lado de la línea.
—Disculpe, mi Señor, pero quiero saber si ya decidió qué hará con Violet, Graham y Ángel.
—Serán míos para toda la eternidad —Robert imaginó a Ty con una sonrisa macabra enmarcada en el rostro.
Esto no podía traer nada bueno, esos tres tenían que morir.
—Con su permiso, mi Señor, termino la llamada, debo ir al hospital a asegurarme de la caída de Gabriel —dijo Robert, haciendo una reverencia mental.
—Adelante, ve a hacer lo que te plazca, diviértete un poco.
—Con su venia, mi Señor.
Cortó la llamada y arrojó el teléfono al interior del vehículo. Su mente volvió a Gabriel y Ángel. Se preguntó qué se sentiría amar a alguien de tal manera que ni mil muertes puedan con ello. Pensó en su vida, pensó en sus mujeres, pensó y pensó y no encontró nada que le indicara que él podía sentir siquiera cariño.
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amor, tiempo y vida, traición cicatrices y triángulo amoroso
Editado: 16.11.2025