Zareth había comenzado a vivir un sueño junto a quien sería su esposo. Dentro de su mundo de negocios, él era muy respetado, y ella creía que hasta cierto punto, temido. La boda se celebró en los meses de octubre; su hermana no pudo asistir. Pero el matrimonio no se había consumado; habían pasado más de treinta días.
Ella comenzaba a preguntarse qué sucedía con él, porque cada vez que su esposo la besaba y cuando por fin parecía que iba a hacerla suya, simplemente se alejaba. Si esa situación continuaba, entonces se iría; no quería ser la esposa despreciada. Estaba en su habitación después de darse un largo baño de tina.
Se sentó en su silloncito favorito frente a la ventana, su cabello aún húmedo sobre su hombro. Tenía pensado secarlo con su cepillo, pero ni siquiera levantó la mano. Las horas pasaron lentas; no se percató de la puesta del sol, pese a que su rostro no se despegó de la ventana.
—Zareth, ¿te encuentras bien?
Ella se percató de que no se dio cuenta cuando él entró, y tampoco sintió el típico brinco de miedo al escucharlo. Se giró lentamente, tratando de no responder.
—No, no me encuentro bien —No esperaba decir eso, pero supuso que ya no aguantaba.
—¿Qué ocurre?
—¿Tengo algo mal en mí?
—¿Por qué piensas eso?
—Tenemos más de un mes de casados y… y no hemos consumado el matrimonio. Deduzco que es porque tengo algo mal.
—¡Oh, mi dulce niña! No es por ti, nunca será por ti —le explicó acercándose a ella—. Tú eres lo mejor de mí… Pero, solo tengo miedo de no ser lo que esperas que…
—No tienes por qué tener miedo, te escogí a ti, te amo a ti libremente.
Arturo tomó a su joven esposa entre sus brazos y la besó, un beso que ambos sabían llevaría a más. La recostó en la cama, y entre besos y caricias la tomó como suya, y ella se entregó. Él había estado con muchas mujeres toda su vida, en cada existencia. No sabía por qué esta mujer era tan importante para él, por qué se le había metido debajo de la piel.
Su padre le dijo que quizá era porque parte de la bondad de su padre se había transferido a él cuando le dio vida, por ello era “un tanto blandengue”, pero esto lo compensaba con el sadismo, la depravación, la violencia y el caos que era capaz de crear.
A su vez, le agradecía a su abuelo el ser como era, porque por ello tenía a esta mujer entre sus brazos.
Al principio no lo notó en medio de su éxtasis, pero con el acontecer de los minutos se percató de que ella le llamaba, ella gemía su nombre. No decía Arturo, decía su verdadero nombre, con el que lo conocía el mundo.
La dejó dormir por lo que pareció una eternidad, la observó con calma y no pudo evitar acariciar su cuerpo desnudo.
—Mi amado esposo, déjame descansar, estoy rendida.
—Solo es que no logro tener suficiente de ti.
Ella sonrió, lenta y perezosa.
—Nunca pensé que sería así, que podría tocar el cielo.
Él meditó sus palabras; sí, él también tocó el cielo.
—¿Cómo sabes mi nombre, amado ángel?
—Escuché a mi padre llamarte así.
—¿Qué? —Él podía sentir cómo su corazón iba a salirse de su pecho.
—Eras tú, ¿cierto? Esa noche, cuando papá nos llevó a esa iglesia… El ángel oscuro que guiaba a mi padre, eras tú.
—Sí.
—Escuché a mi padre llamarte así, y te reconocí en ese bosque… Y te amé.
Arturo no sabía realmente cómo se sentía en ese momento.
—¿Por qué?
—No lo sé, debería odiarte por lo que le hiciste a mis padres. Pero, con tus acciones nos libraste de mi padre, mi madre nos salvó y por eso la amaré siempre.
—¿Me temiste en algún momento?
—No, siempre supe que mamá haría lo que fuera por nosotras. Si ella estaba, yo estaba a salvo.
—¿Después de lo que le hicimos?
—Incluso con un solo brazo, ella habría hecho lo mismo, ella era un ángel guerrero.
—Sí lo era —balbuceó Arturo—. ¿Me dejarás?
—No, me entregué a ti libremente. Te pertenezco de la misma forma en que tú me perteneces. No voy a huir solo porque seas tú.
Entonces Arturo lo supo, se sintió bendecido. Fue un sentimiento que no le gustó mucho, pero lo aceptó y lo dejó pasar.
El camino de Zareth y Arlet se separó por algunos años. Arlet, después de escapar de casa de sus tíos, fue encontrada por Gabriel. Él estaba furioso, pero no porque hubiera escapado de casa. Estaba furioso por la compañía de Bael, el hombre que el esposo de su hermana había enviado a sacarla del lugar.
Bael no quiso enfrentarlo, simplemente se liberó de “su carga” y se fue. Ella siguió los pasos de Gabriel. Él la llevó a tierras lejanas donde le habló de su origen, del sacrificio que su madre había hecho y sobre todo de lo que esto significaba. En un comienzo, ella no quería creer en las palabras de él, pero le demostró que no mentía.
—Arlet, tienes que tomar una decisión. Sé que te estoy presionando, él ya tiene a tu hermana y si tú te alejas de mí… de nosotros, el sacrificio de tu madre habrá sido en vano.
—Tienes que entenderme, eso es dejar todo atrás, incluida a mi hermana.
—La oscuridad se cierne sobre nosotros, y ¿no piensas combatirla?
—No sé qué hacer.
—Toma una maldita decisión.
—¿Qué quieres de mí? ¿Qué?
—Jura unirte a nosotros, jura luchar contra la oscuridad, jura ser leal a tu madre que murió por esa espada rota —le gritó Gabriel—. Júrame lealtad… a mi padre.
Arlet lo veía a los ojos. Ellos estaban afuera de la casa en las montañas. Ese día había amanecido frío, el sol estaba oculto detrás de gruesas nubes y el viento no había dejado de soplar, señal inequívoca de que una tormenta se acercaba.
—¿Si me comprometo, me dejarás?
—¿Qué?
—Sabes a qué me refiero, ¿me dejarás?
—No entiendo tu pregunta, y no sé qué tiene que ver con el tema. Solo dime ¿harás el juramento?
—No hasta que me respondas.
Gabriel se alejó de ella, lo que estaba pidiéndole era demasiado. Ella no entendía, nunca la dejaría, no podía y no lo haría aun cuando lo obligaran.
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Editado: 16.11.2025