Ángel Gabriel

Treinta y ocho

Fecha- Año en curso, 1991.

El doctor Roberto Torenio ordenó que llevaran a Gabriel a su habitación mientras revisaba el expediente de la mujer. Las circunstancias que rodeaban a los pacientes de ese hospital eran atípicas. Se preguntó por qué se tomaron la molestia con ella; era como si buscaran desaparecerla. Eso esperaba averiguarlo pronto y, de ser necesario, las autoridades intervendrían.

Gabriel entró a su habitación completamente en silencio, como lo haría un animal asustado. Siempre se sentaba en la esquina junto a la ventana, abrazando sus piernas. Solo allí y en silencio se sentía tranquila. El enfermero Antonio Hazo estaba contento de que ella esta vez no necesitara que la sedaran. Parecía que desde que le quitaron la medicación, como ordenó el doctor Torenio, ella había comenzado a mejorar.

Le daba tristeza verla con la cabeza baja, recargada en sus rodillas con la vista clavada en la puerta. Ella había perdido su hipersensibilidad por tanto medicamento. Ty se había asegurado de mantenerla así, incluso alguna vez la había visitado simplemente para torturarla, le había dicho que Ángel había dejado de luchar por tratar de recuperarla.

Su familia, simplemente al ver que no había mejoría, había ido desapareciendo. Ella ignoraba la razón, pero creía que era porque simplemente estaba loca. Eso la entristecía más, el darse cuenta de que quizá su familia siempre pensó eso de ella. Que nunca le creyeron que ella no había matado a su madre, que había sido Robert. Nadie la apoyó, nadie la escuchó, solo se conformaron con arrojarla allí y olvidarla.

Ángel, después de algunos años, había sido abandonado en el calabozo, se había quedado esperando algo, aunque no sabía qué. Nunca encontró la forma de escapar, nunca tuvo la fuerza o el poder necesario para hacerlo. Quizá esos malditos le habían quitado todo, salvo su único pensamiento, la única cosa por la que respiraba: sus recuerdos de ella, de la única mujer que amó desde el instante en que se cruzó con ella.

Siempre soñaba con ella, pero nunca podía alcanzarla. Trató y trató, pero siempre había algo que lo impedía, una especie de neblina, y cuando despertaba se sentía como si estuviera drogado. Volvía a dormirse y a intentarlo, otra vez con el mismo resultado.

Gabriel se sentía adormilada, como si parte de ella la hubiera abandonado, pero se dio cuenta de que no era el letargo que aparecía con los medicamentos, era el letargo del sueño biológico.

—Gabriel —le susurró su nombre una voz quebrada y muy cansada.

Esta vez dejó que su cansado cerebro se internara en el sueño; hacía años que no soñaba. Solo había oscuridad, oscuridad por doquier. De modo que, de algún modo, en su sueño ella abrió una puerta que estaba frente a ella, no se parecía a las puertas del hospital, por lo que supo que alguien la había llamado. Entró al lugar con cuidado, allí había esqueletos por doquier, pasillos con más puertas. Lámparas de media luz solo iluminaban lo suficiente para alcanzar a ver la parte superior de las puertas.

Era un sitio húmedo, frío, maloliente, lúgubre y aterrador. Pero dejó que aquello que la llamaba la guiara, era como si una cuerda invisible tirara de ella. Descendió tres pisos, siguiendo por diferentes pasillos hasta llegar al último. Allí se dirigió a la última mazmorra, la que se veía a través del túnel poco iluminado. Gabriel se veía a sí misma como un fantasma.

La altura de la puerta de la mazmorra tenía uno veinte metros de altura, era de acero de color negro; los muros eran de piedra café, quizá por la mugre o la sangre de siglos. Estaba asegurada con varios candados y cerrojos, seguramente trataban de evitar que quien estuviera allí escapara. Pero, pese a ello, la empujó y la abrió con facilidad. El lugar estaba rodeado de infinita oscuridad. Sin embargo, ella podía ver a través de ella. Se puso de rodillas y comenzó a caminar a gatas sobre agua, lodo, sangre y otras cosas en las que no quiso ni pensar.

Entonces lo vio, debajo de lo que sería una cama de concreto. Hecho un ovillo, sucio, herido quizá. Ángel, estaba muy cansado, parecía no respirar.

—Ángel —le llamó ella tocándolo en el brazo.

Al sentir el cálido tacto, Ángel se estremeció y se ocultó más entre las sombras; él no podía dejar de temblar. Decidida, Gabriel estiró un poco más la mano, buscando tocarlo con más cuidado, tocó su pecho, subió sus dedos con cautela para no asustarlo y tocó el occipital (la nuca).

La explosión de energía que hubo los recorrió por todo el cuerpo, fue tan intensa que cualquier persona cerca de ellos se pudo percatar de esto, pero así como inició, terminó cuando Gabriel se despertó. Ella estaba asustada sentada en la esquina de su habitación en el hospital psiquiátrico. En la mazmorra, Ángel se despertó con un fuerte dolor en el pecho, un alarido salía de su garganta, ese grito estremeció a todos en la Casa Roja.

Ty estaba en el comedor con algunos de los nueve hermanos y su padre Bal, además de algunos de sus hombres, cuando se escuchó aquel grito que parecía ser el rugido de un león furioso.

—Ángel ha resucitado como un Fénix de las llamas del infierno, y no podrás detenerlo, Ty —sentenció el padre de Ty, este por primera vez sintió terror—. Ruega a tus demonios porque mi padre sea misericordioso contigo por este error.
—Está atrapado, nunca podrá escapar —respondió tratando de convencerse más a sí mismo que a los demás.
—Tienes a un dragón en una jaula de ramas secas —le reprendió Bal con molesto sarcasmo, se puso de pie observando a su hijo—. La pregunta es: ¿Qué harás para remediarlo? —interrogó con severidad.

Había severidad en el tono de voz de su padre.

—Matarlo, ahora mismo —respondió Ty molesto, y poniéndose de pie salió del comedor casi corriendo.

Los hermanos que estaban allí simplemente se retiraron de la casa, como si supieran cuál sería la conclusión de aquello. Ty estaba tan asustado, y decidió que era momento de dejar de temer. Pasó por las escaleras y llamó a Alexander y Robert. Bajaron hasta el tercer sótano, justo hasta el fondo, donde la oscuridad se hacía más densa.




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