Ángel Gabriel

Cuarenta

Gabriel caminó por horas, entre las calles que alguna vez recorrió. Ahora todo lucía diferente, incluso las personas parecían ser otras, como si todo lo que había sido, simplemente hubiera desaparecido. Pensó que todo lo que alguna vez fue suyo ya no estaba; después de todo, habían pasado muchos años.

Ahora temía que sus hermanas tampoco estuvieran, que todo ese lugar a donde perteneció hubiera desaparecido. De ser así, no sabría qué hacer; no podía enfrentarse a la simple idea de que Ángel la encontrara. Seguramente él la volvería a encerrar en ese hospital psiquiátrico, o quizá la entregaría a esos hombres.

Estaba la posibilidad de buscar a Graham, pero si él sabía lo que ella sabía, quizá no querría volver a verla. Entonces no tenía opción, simplemente tenía que comenzar por algún lado: la mejor opción era volver a la casa que compartió con sus hermanas. Tenía la esperanza de que al menos ellas le permitieran explicarse y que le creyeran que ella no fue la causante de la muerte de su madre.

Se paró frente a una casa tipo tudor que tenía una reja de herrería antigua a todo su alrededor. El pasto era tan alto que casi no lograba ver la entrada de la casa; parecía abandonada hacía mucho tiempo. Con calma y cuidado abrió la reja, entró y caminó entre el pasto y la maleza hasta la puerta. De la mochila que traía consigo extrajo la llave y con ella la abrió.

Por dentro era como si el tiempo se hubiera detenido. Nada había cambiado, nada había sido modificado. Era exactamente como la recordaba, y aún tenía ese agradable calor y ese aroma de hogar; aún olía a esa extravagante loción de limón que a una de sus hermanas le gustaba usar para limpiar. Sintió un vuelco en el corazón, rezó porque aquello no fuera una simple ilusión.

—¿Hay alguien aquí? —interrogó dejando su mochila en el piso a un lado de la entrada; podía escuchar el sonido de su propio corazón—. Maevel, Astrid —llamó caminando hacia la sala.

No obtuvo respuesta, pero se dio cuenta de que la habitación estaba cálida. Eso quería decir que la calefacción de la falsa chimenea estaba encendida.

—¡No puede ser! —dijo una voz femenina muy sorprendida detrás de ella. Gabriel se volvió lentamente y vio a Astrid parada en el recibidor de la casa.
—Volví a casa.

Su hermana sonrió corriendo hacia ella para abrazarla. Astrid siempre dudó de lo que acusaban a su hermana; ella nunca creyó que fuese la responsable de la muerte de Lysandra. Sin embargo, sí sabía que ella necesitaba algún tipo de ayuda, por aquellos sueños y sobre todo la relación tan tóxica que tenía con Ángel.

—No quiero abrir los ojos y darme cuenta de que estoy soñando —murmuró casi a punto de llorar.
—Esto no es un sueño, nunca más... Los sueños se terminaron —respondió Gabriel en un susurro.

Unos minutos después se dirigieron al sofá y se sentaron juntas.

—¿Cuándo te dejaron salir? ¿Por qué nadie nos avisó nada?
—No había registro en mi expediente de familia cercana. El doctor Torenio me dijo que mi familia dejó de visitarme, pero no sabía por qué. De hecho, solo una persona venía cada mes, pero dejó de hacerlo hace años. Cuando cambiaron al director, las cosas comenzaron a mejorar para mí.
—No dejamos de ir… Nos dijeron que la persona responsable de ti, es decir, Ángel, había decidido llevarte a otra institución y que no había dejado dirección o algún número. Para nosotras eso fue devastador, no podíamos buscarte en cada hospital, porque no sabíamos si estabas en otro o te había llevado a otro lado. Hubo mucho caos esos días, y simplemente…
—Esperaron —la interrumpió.
—Sí, dejamos que los días pasaran, esperando saber algo de ti. Tampoco hubo noticias de Steven o de Robert, ni siquiera volvimos a ver a Ángel o a Joachim… Después de eso…
—Yo no la maté.
—Lo sé, quizá sabía que había algo malo en ti, pero no eres una asesina.
—Fue él… Él tomó la daga y lo hizo.
—Lo hizo tan bien que nadie lo notó —le confirmó su hermana.
—Por su culpa pagamos todos, destrozó nuestra familia desde dentro.

Las dos mujeres se quedaron en silencio, sopesando sus propias palabras.

—¿Sabes? Ángel no parecía ser el mismo de cuando lo conocimos… Parecía ser otra persona, en ocasiones me daba la impresión de que usaba una máscara.
—No entiendo.
—Siempre que alguien le mencionaba algo del pasado, evadía con agresión. Eso me hacía pensar que no tenía idea de lo que le decíamos.
—Eso tiene sentido, por extraño que parezca. Siempre pensé que era parte de mi locura, que el creer que era otra persona era porque no quería aceptar que me había convertido en una estadística más. De las que moriría por culpa de su pareja, pero nunca imaginé lo que ocurrió.
—Pero ahora estás en casa —le recordó su hermana con la voz ronca y lágrimas en los ojos.
—Sí, estoy en casa.

Después de un largo abrazo, era momento de las preguntas incómodas.

—¿Has visto a Yarot? —En realidad, le había sorprendido que su hermana no lo mencionara en toda la conversación.
—Lo veo ocasionalmente, cuando voy al supermercado —respondió con la voz triste—. Nuestra relación nunca se pudo recuperar… ¿Pero dime cómo te sientes tú?
—Dejaré que cambies el tema, porque sé que duele. Me siento un poco confusa, me siento como si acabara de despertar de un largo sueño —le respondió analizando la forma en que se sentía—. Astrid, tengo hambre en realidad, la comida del hospital era realmente mala —concluyó esbozando una sonrisa.
—¿Sabes qué? Vete a dar un baño y yo voy a preparar algo de comer —le sugirió su hermana poniéndose de pie.
—Buena idea.

Ella también se puso de pie. Caminaron abrazadas hasta el pie de la escalera. Astrid caminó hacia la cocina y Gabriel subió al segundo piso, donde estaba su habitación. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió segura. Le sorprendió ver que su habitación seguía estando intacta, pero más le sorprendió ver cosas que ella había tenido en su departamento.




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