Ángel Gabriel

Cuarenta y nueve

Astarot sabía que esta era su oportunidad para recuperar a su mujer, aun cuando sus hermanos creían que iban a cobrar venganza por la reciente muerte del noveno. La verdad era que ni siquiera le importaba; en unos años el hijo de puta estaría de regreso y trataría de cobrárselas por sí mismo. Pero, de eso iba a preocuparse después. Sabía que ella estaba allí, la había sentido desde el momento en que su auto se acercaba a su destino.

El Clan de los Tormenta comenzó a rodear a los Espada, gracias a un encubrimiento que él mismo había usado. Pero no reveló su presencia, no hasta que estuviera cerca de ella. De todos los allí presentes, era ella la que importaba, era por ella que había organizado esta pequeña batalla; y de paso, se llevaría a muchos de esos infelices que no le dejaban divertirse con los mortales.

En el momento en que parecía que ninguno de los dos Clanes haría nada, decidió darle un empujón a un Tormenta de baja categoría. Esto fue lo que inició la batalla. Le dio gusto ver caer enemigos y de los suyos por igual en cuestión de minutos. Solo sobrevivirían los más fuertes o más experimentados. Desenvainó su espada, a la que llamaba “El Devorador de Almas”, ya que con el solo toque de uno de sus filos destruía el alma de una persona, sin importar quién fuera; con el otro filo hacía el corte más exacto que cualquier arma pudiera hacer.

Pero tomar las almas de los que estaban en combate en ese momento sería diezmar las filas que tanta diversión y entretenimiento le daban, de modo que se dedicó a cortar cabezas, brazos y piernas. Le sorprendió ver las habilidades de su hijo y de su nieta, pero no le extrañaba; ellos descendían de él. Vio a su hermano Gabriel, y vio a la mujer que era una gota de agua con la suya.

Entonces la vio a ella, con una espada similar a la suya, por lo que pensó que quizá sería lo contrario al destructor. Se movía con gracia y experiencia ganada con los años de batalla. Evadiendo espadas, cuerpos y sangre, llegó hasta ella. Antes de que Zareth se percatara, eliminó al Tormenta con quien ella peleaba, y ocupó su lugar en el momento exacto que la punta de la espada de ella golpeaba su pecho y se detenía allí.

—Solo necesitas empujarla con más fuerza, pero eso no me detendrá. Ni siquiera mil muertes podrán detenerme.
—Pero les daría un descanso a todos… Todos serían libres de nosotros por una vida.

Astarot sintió que ese había sido un golpe a su corazón, pero entonces decidió usar esa parte de sí mismo que pocos conocían, aquella que había maldecido a todos aquellos por tener la oportunidad de volver a verla. De no haberlo hecho, su alma se habría perdido, quizá habría regresado, pero no sería ella y quizá no le amaría. Dio un paso al frente, haciendo la herida aún más profunda.

—Entonces conocerás mi poder, y tú decidirás el destino de todos —le sentenció, dando un paso atrás y golpeando el suelo con su puño, donde cayeron varias gotas de su sangre.

La onda de choque corrió como una sutil brisa del viento, congelando en el tiempo a todo aquel que alcanzaba, sin que nadie pudiera escapar. Por este y muchos otros motivos era el Primer Hijo el más peligroso, el más temido y el más respetado. Se incorporó y se dio cuenta de que ella también había sido atrapada por su hechizo. Se acercó con calma, le retiró la espada de la mano, tomándola en sus brazos la besó.

En el momento en que ella reaccionó, él se alejó de ella solo la distancia suficiente para que no pudiera escapar.

—¿Qué has hecho?
—Lo único que sé hacer. Este soy, siendo yo, destruyéndolo todo.
—¿Por qué?
—Porque puedo, porque es mi naturaleza.

Ella volvió a ver a su alrededor. Era una escena tan aterradora que superaba lo más surrealista que habría imaginado. Pero era real, y estaba pasando. La pregunta era ¿Podía detenerlo?

—¿Qué es lo que quieres?
—A ti, solo a ti.
—No puedo, mi familia…
—Si vienes conmigo, dejaré en paz a nuestra familia, les daré el descanso que se merecen.
—De no hacerlo ¿Qué harás?
—Dejaré que las huestes de mi padre caigan sobre ellos, que no tengan un solo día, lugar o segundo de paz. Ellos vendrán a mí suplicando para que le ponga fin a su agonía, no habrá paz para nadie.

Ella volvió la vista a Joachim y después a Gabriel.

—Terminaré con mi vida, eso les dará paz hasta la…
—Entonces El Devorador de Almas caerá sobre ellos, y no podrán volver.
—¡No puedes hacer eso!
—¿No? ¿Qué me detendría?

Zareth desvió la mirada de él a su espada, pensando en que quizá la solución era darle muerte a él.

—No me estás dejando opción…
—¿Piensas usar a “Arlequín” contra mí?
—¿Qué? —le gritó aterrada, viendo su espada.
—Voy a contarte una pequeña historia, cariño.

Confiado en su poder, se envainó su espada para poder caminar a su alrededor, y observarla.

—Cuando tenía unos años de existencia, podía sentir todo: dolor, tristeza, amor, odio, placer. No entendía qué rayos era yo, entonces busqué a Gabriel, le rogué que me diera muerte. Pero el bastardo no lo hizo, él me llevó con los suyos. Me entrenó, me dio todo de sí… Allí forjé a Arlequín. Algún tiempo después, siglos quizá, mi padre envió a mis hermanos por mí. Era momento de volver a donde pertenecía. Arlequín fue mi traición a Gabriel. Al volver con mi padre, nació El Devorador de Almas. Ahora, cariño, ¿Por qué crees que el Alto Consejero Gabriel te dio esa espada en particular?
—No.
—Exacto. Tú y yo estamos y estaremos unidos hasta el fin del tiempo.
—¡No, yo no soy como tú!
—¿No? Eres peor que yo.
—¡Mientes!
—¿Miento? Me viste destruir a tu madre esa noche, me viste tomarla una y mil veces, viste cómo la destrocé.
—Ese fue mi padre, él y esos malditos sectarios —lo interrumpió en un grito ahogado.
—¿En sacrificio a quién? Sabías que todo eso era por mí —le gruñó entre dientes, acercándose peligrosamente a ella—. Me reconociste esa noche, me acunaste en tu pecho y me entregaste tu corazón. Entonces, cariño, ¿De los dos quién es el más perverso?




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