Así como llegaron los años de paz, también se fueron. La ira y el profundo resentimiento de algunos corazones llenos de oscuridad no conocen la tranquilidad, y nunca tendrán un minuto de descanso. La familia Leclerc había quedado bajo el mando de Gabriel Leclerc; su familia se había dividido, pero no estaban separados.
El camino de Las Alas de la Muerte y el de los Espada Rota parecía ser el mismo. Sin embargo, el de Las Alas ya no estaba dentro del alcance del Alto Consejo. Los alcances de este grupo de élite eran aún mayores que los de los Espadas; el poder que ellos sustentaban era inimaginable. Quizá solo había un grupo igual de fuerte, uno que les podría hacer frente, y ese era el de los Nueve Hermanos.
Esto lo comprobaron la primera vez que tuvieron un encuentro con uno de ellos y con alguien que creían muerto. Casi tres años después de la incorporación de Gabriel como miembro de Las Alas de la Muerte, ellos acudieron al cementerio a despedirse de sus padres. Ellos no volverían; su ciclo se había cerrado y sus almas, liberadas. No había sido un trago fácil de asimilar, pero Gabriel había salido adelante con el apoyo de la familia.
Al igual que los padres de sus hermanas y muchos otros, en los últimos tiempos demasiados ciclos estaban siendo cerrados, quizá por la misma razón: agotamiento, hastío o simplemente el deseo de un descanso.
Esa tarde era el segundo día de primavera. El aniversario de matrimonio de sus padres sería pronto, pero ya nadie festejaría esa fecha. Lentamente, cada cosa que los involucrara se iría quedando en el pasado, hasta que un día simplemente serían un recuerdo. Después de todo, eso es lo que ocurre con la muerte.
—Esta noche partiremos al norte. Ellos estarían orgullosos de cómo la familia ha avanzado y cambiado. Maevel está embarazada; pronto tendrá a sus gemelos. Astrid aún se resiste, pero sé que adora a los niños, la veo cuando juega con los hijos de Graham —le platicaba Gabriel a la lápida de sus padres mientras acomodaba las flores que les habían traído —Nosotros aún no podemos pensar en ello; la vida nos ha llevado por un camino distinto.
Ángel colocó su mano en la espalda de ella para darle ánimos.
—Pero sabemos que algún día será así, suegros, se los prometo.
—Debemos irnos.
Ambos se pusieron de pie, dispuestos a retirarse, cuando se percataron de dos presencias, dos personas que se supone no deberían estar allí. Con cautela y alerta de todo, se acercaron a los hombres que estaban observando una lápida que era muy antigua, quizá una de las primeras de ese lugar.
—¿Cómo entraron a este lugar? —les interrogó Ángel.
—¿Por qué es tierra sagrada? —le respondió uno de ellos.
—Porque es un lugar privado —corrigió Gabriel.
El hombre más alto la observó sobre su hombro, mientras que el otro se dio la vuelta.
—Solo son dos Espadas, y dos que están demasiado sobrevaloradas.
—No respondieron la pregunta. ¿Cómo entraron a este lugar?
Tanto Ángel como Gabriel desenvainaron sus espadas.
—De la misma manera en que lo hacen ustedes.
El hombre se dio la vuelta, dejando ver su rostro, sin dejar de mirar a Gabriel y con un arma de fuego en su mano.
—¡Tú deberías estar muerto! —le gruñó ella.
—Debería, pero quien morirá hoy aquí serán ustedes —Paul le dispara en la cabeza a su compañero, después de que el cuerpo cayó al suelo lanzó el arma al pasto —Solo puedo con ustedes dos.
Las habilidades de Paul estaban por sobre las de ambos, pero solo porque lo habían obligado a pelear, defenderse y atacar día tras día, noche tras noche, durante muchos siglos. Pero en fuerza, quizá en poder, no los superaba; estaban en igualdad de condiciones. La extraña espada de Paul tenía una característica poco peculiar: esta se dividía en dos.
La pelea entre los tres era un perfecto ballet de esgrima; parecía que lo habían practicado por años. Gabriel había combatido lado a lado de ambos en momentos diferentes de su existencia. En un giro que ella dio, mientras Paul detenía la espada de Ángel con una de las suyas, la otra le golpeó en el brazo. Eso la hizo retroceder un par de pasos. Fue cuando lo notó: el Noveno Hermano sentado sobre una lápida, con unas gafas de sol, observando.
Ella no sabía cómo ese par había logrado entrar a tierra santa, ni cómo podían soportar el dolor que les causaba el estar allí. Pero sabía que debían hacerlos abandonar el lugar, de una manera u otra.
—Ángel, es una trampa…
La advertencia de Gabriel fue interrumpida por un grito: el Noveno Hermano había decidido entrar en batalla. Atacándola a ella, con una furia descomunal que le hacía errar casi en cada golpe de su espada.
—Esta vez, pequeña puta, no vendrá mi hermano a salvarte —le gruñó furioso, recordando cómo el bastardo del Primer Hijo le había dado muerte, hacía algunas décadas.
—No le necesito para regresarte a donde perteneces.
—¡Pagarás caro tu insolencia!
Los golpes de la espada del Primer Hermano la hicieron retroceder; carecían de control, pero se excedían en fuerza. Mientras tanto, Paul y Ángel estaban enfrascados en un duelo a muerte. Ambos tenían heridas del ataque de sus contrincantes, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a perder.
—Te di mi confianza y tú me robaste a mi mujer.
—Ella nunca fue tuya.
—Eres un hijo de puta.
—Lo soy —le respondió, dándole un golpe certero en la rótula de la rodilla derecha.
Eso quería decir que había encontrado el punto ciego del bastardo. Ahora sería fácil hacerlo retroceder, correr e incluso eliminarlo. Aun cuando Paul manejaba dos espadas como si fueran extensiones de sus brazos, Ángel comenzó a ser más certero en sus golpes. Evadió cada espada solo por escasos milímetros, y estuvo a punto de herirle de forma considerable varias veces.
Gabriel había resultado ser una oponente formidable para el Noveno Hijo. Este estaba sorprendido de su poder, del hecho de que en esta ocasión le dio pelea. No entendía cómo una Espada de un nivel tan inferior podía siquiera esquivar uno de sus golpes. La “Tortura Infernal”, como le llamaba a su espada, no era un arma difícil de evadir.
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Editado: 16.11.2025